San Juan María Vianey, patrono de los sacerdotes, por María García de Fleury
Por: María García de Fleury
San Juan María Vianey nació en Dardilly, cercano a Lyon, en Francia, el 8 de mayo de 1786. En plena época de la Revolución francesa y con 17 años sintió el llamado de Dios para ser sacerdote, fue llamado al servicio militar y luego entró en el seminario, pero como no lograba aprender filosofía y latín tuvo que salir.
Un sacerdote, el padre Bailey, lo acogió y lo preparó, de él decía que era el más ignorante de los seminaristas, pero el más santo. Fue por esta santidad que el obispo le concedió ser ordenado sacerdote el 13 de agosto de 1815; los siguientes tres años estuvo como coadjutor del padre Bailey hasta que en 1818 fue destinado a la parroquia de Ars, un pueblecito de unos 300 trescientos habitantes.
Al enviarlo, el vicario general de la diócesis le dijo: «No hay mucho amor a Dios en esta parroquia, usted procurará introducirlo». Vivió en Ars hasta su muerte y en su vida allí se pueden distinguir dos fases: En la primera, su labor pastoral se limitó a los feligreses de su parroquia, visitaba a los enfermos, daba catequesis y les predicaba de forma sencilla de modo que todos entendían. Se destacó por la obediencia a sus superiores, su apego al Evangelio, sus oraciones y devociones a Cristo en el Santísimo Sacramento, su amor a la Virgen a quien sistemáticamente oraba y rezaba el rosario.
En la segunda fase se destacó por su manera de confesar y de reconciliar a las personas con Dios. Confesaba entre nueve y doce horas al día, porque sabía que en la confesión las personas se reencontraban con Dios y conseguían junto a su conversión la paz y las fuerzas para vivir una vida cada vez más plena de acuerdo a la misión que Dios le había dado a cada uno.
A los grandes pecadores les ponía una pequeña penitencia y él realizaba la otra parte de la penitencia por ellos con ayuno y sacrificios, aunque no lo conocían por su no, sino como el Cura de Ars, su fama de buen confesor y santidad hizo que una gran multitud de todas las regiones acudieran a confesarse. Ante la grandeza de la gracia y del oficio sacerdotal, el cura de Ars decía: «El sacerdote continúa la obra de la redención en La Tierra, el sacerdocio es el amor y el corazón de Jesús».
Le explicaba a sus fieles la importancia del sacerdocio diciendo: «Si desapareciera el sacramento del Orden Sacerdotal no tendríamos Eucaristía, ¿Quién a puesto a Cristo en el sagrario?, el sacerdote. ¿Quién nutre las almas para que puedan terminar su peregrinación en La Tierra?, el sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote… Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿Quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!… Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”. Llegó a decir que un buen pastor según el corazón de Dios es uno de los dones más preciosos de la misericordia divina.
Aunque jurídicamente nunca le dieron el título de párroco, sino de canónico, su vida sacerdotal la consagró a la santificación de las almas en el minúsculo pueblo de Ars. A los 73 años estaba muy debilitado. Su muerte, el 4 de agosto de 1859, fue sencilla y humilde como su vida, sin agonía y sin violencia, perfectamente consciente hasta su último aliento.
Está enterrado en la iglesia de Ars y su cuerpo permanece incorrupto como una gracia de Dios porque el padre Juan María Vianey, el cura Ars, murió sabiendo que con Dios ¡siempre ganamos!
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