#OPINIÓN | El Poder de una Madre, por María García de Fleury - 800Noticias
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María García de Fleury

Mónica nació en el año 332 en Tagaste, África. Sus padres la casaron con Patricio, un buen trabajador pero de muy mal genio. Era pagano y además de todo jugador.

Agustín fue el mayor de sus tres hijos. Patricio le criticaba a Mónica que rezara, aunque nunca se opuso a la generosidad de ella para con los pobres. Mónica sufrió mucho durante treinta años con los estallidos de ira y los desplantes que le hacía su esposo. Pero este jamás se atrevió a pegarle. Las amigas siempre le preguntaban «¿Por qué si tu esposo tiene tan mal genio nunca te golpea?»

Mónica respondió: «Es que cuando mi esposo está de mal genio yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo, y como para pelear se necesitan dos y yo no entro en la pelea,  pues no peleamos».

Mónica rezaba y ofrecía sacrificios por su esposo. Su ejemplo de vida y sus oraciones, hicieron que Patricio se convirtiera y se bautizara justo un año antes de morir.

Patricio y Mónica enviaron a su hijo Agustín a Cartagua a estudiar porque era muy inteligente. Y cuando Patricio falleció Agustín tenía diecisiete años y empezaron a llegarle noticias a Mónica de que el joven llevaba una vida nada santa y que se había hecho socio de una secta que llamaban «Los Maniqueos».

Mónica tuvo un sueño en el que lloraba por la pérdida espiritual de su hijo y que en ese momento un personaje le decía: «Tu hijo volverá contigo». Enseguida vio a Agustín junto a ella.

Otro día, muy preocupada, fue a donde un Obispo y le contó que llevaba años rezando por la conversión de Agustín. El Obispo le respondió: «Es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas».

A los 29 años Agustín decidió ir a Roma y de ahí a Milán. Y Mónica lo siguió. En Milán estaba el Obispo Ambrosio quien impresionó a Agustín por su elocuencia, su sabiduría. Y fue él, quien a través de sus conversaciones, lo convenció y lo ayudó a convertirse.

Agustín, ya convertido, decidió volver con su madre y sus hermanos a su tierra en África, y se fueron a esperar el barco. Mónica ya había conseguido todo lo que le daba sentido a su vida que era la conversión, tanto de su esposo como de su hijo. Ya podía morir tranquila.

En una casa en la que estaban junto al mar, madre e hijo admiraban el cielo estrellado y conversaban sobre las alegrías cuando llegaran al cielo. Allí Mónica le dijo: «¿Y a mí que más me amarra aquí en la tierra? Ya he obtenido de Dios mi gran deseo: verte cristiano». Poco después se enfermó y murió. Tenía 55 años.

Muchas madres y esposas se han encomendado a Santa Mónica para que las ayude a convertir a sus esposos y a sus hijos. Existe una famosa congregación llamada «Las madres Mónicas», cuyo único sentido es rezar por sus hijos para que Dios los proteja y los lleve por el buen camino.

Como Mónica, estamos llamados a acompañar con el ejemplo de la oración el camino de nuestros hijos para que se mantengan cerca de Dios. ¿Por qué?, porque con Dios, ¡siempre ganamos!