Jesús: Fascinante y desconcertante
Padre Fernando Torre
El Padre Fernando Torre, escribió este mensaje mediante las lecturas bíblicas, basadas en Jesús.
¿Quién es éste?, se preguntaban sorprendidos los contemporáneos de Jesús (cf Mc 4,41). ¿Quién es éste que fascina y desconcierta?
Sin duda, más de una vez nos hemos sentido desconcertados por Jesús. Cuántas veces ha pasado por nuestra mente pensar que nos ha olvidado o abandonado.
Es impresionante leer el texto evangélico en el que Juan Bautista manda preguntar a Jesús: «¿eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11,13). Juan había dado público testimonio de Jesús; ahora le manda preguntar si de veras es el Mesías.
Jesús también desconcertó profundamente a los que tenían un reducido concepto de lo que “debería ser” el Mesías. El es tan radicalmente libre que rompe los esquemas en los que querían encerrarlo: el vino nuevo no puede ser recibido en odres viejos (cf Mt 9,17).
Jesús y su Evangelio cambian ─o deberían cambiar─ nuestra manera de pensar acerca de Dios, de nosotros mismos y del mundo. La Buena Noticia exige y provoca una verdadera conversión intelectual[1].
Decían que Jesús estaba loco (cf Mc 3,21) porque la libertad con que vivía los desconcertaba. Esa libertad tenía su fuente en que él buscaba únicamente hacer lo que agradaba a su Padre (cf Jn 8,29).
El evangelio está lleno de acciones de Jesús que nos desconciertan: llama a unos a su seguimiento, exponiéndose a que lo rechacen (cf Lc 18,18‑23), mientras que a otro que tiene la iniciativa de seguirlo lo manda a su casa (cf Lc 8,38‑39). Le piden que haga un milagro y se niega (cf Mt 12,38‑42), y en ocasiones lo realiza sin que se lo pidan (cf Jn 5,1‑18). Los que creían saber qué les pedía Dios para ser “justos” (Lc 18,9‑12) se vieron grandemente desconcertados al escuchar las bienaventuranzas (cf Mt 5,1‑12).
Jesús descontroló a los judíos por su libertad respecto del sábado (cf Lc 6,1‑11), el ayuno (cf Lc 5,33‑35) y las tradiciones de los antepasados (cf Mt 15,1‑9; 23,13‑32). Confundió a las multitudes cuando huyó al enterarse de que querían hacerlo rey (cf Jn 6,15). Causó desilusión en sus discípulos cuando les anunció que tenía que padecer y morir (cf Mt 16,21‑23). Desconcertó a Pilato cuando permaneció en silencio al ser interrogado (cf Mc 15,5). Qué tremenda extrañeza vivió María Magdalena: ella se lanza a abrazar al Resucitado y él le pide que lo suelte (cf Jn 20,11‑18).
A sus paisanos les sorprendió que Jesús, el carpintero, el hijo de José (cf Lc 4,22), estuviera hablando y realizando milagros. Del desconcierto pasaron al escándalo y luego al rechazo (cf Mc 6,1‑6).
De tal manera Jesús desconcertó a los judíos, que se negaron a reconocer que su fuerza y su autoridad venían de Dios. Decían: «es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7,34); «está endemoniado» (Jn 10,20). El evangelio dice que «se escandalizaban de él» (Mt 13,57).
Escandalizarse de Jesús significa no sólo estar desconcertado por él sino negarse a aceptar que él trasciende nuestros estrechos esquemas; rechazar que él pueda hacer algo que nosotros no teníamos pensado que hiciera; juzgar como demoníaco lo que es manifestación del Espíritu (cf Mt 12,22‑32).
Jesús es desconcertante. Por eso lanzó una bienaventuranza que sintetiza la actitud que el creyente debe tener frente a él en momentos de duda y desconcierto: «¡Dichoso el que no se escandalice de mí!» (Mt 11,6).
Jesús nos resulta desconcertante porque es impredecible. Impredecible, sí; pero no caprichoso, arbitrario o contradictorio.
El testimonio de los grandes amigos de Jesús nos revela que también a ellos los desconcertaba. Conchita Cabrera de Armida, al final de una vida de íntima amistad con Jesús, describía dolorosamente su relación con él diciendo: «como si nunca nos hubiéramos conocido»[2].
Cuántas veces nos hemos enojado contra Jesús al sentirnos casi traicionados por él: «Primero me pides confianza total en ti y luego me abandonas».
Después del “primer fervor”, invariablemente experimentamos desconcierto. Cuando encontramos a Jesús, nuestra vida se llenó de alegría y entusiasmo. Entonces nos lanzamos a tener momentos de oración, a realizar alguna acción apostólica… Y tras un tiempo de pasión y gozo, experimentamos desánimo y aridez. ¡Qué breve resulta la “luna de miel” con Dios!
De esto se quejaba Conchita Armida con Jesús. En su reclamo, le comenta lo que la formadora de las Religiosas de la Cruz decía: que las que entran en el Noviciado «si vienen fervorosas se les quita, si vienen consoladas les viene desolación y se tornan frías». Y pregunta Conchita: «¿Por qué acontece esto tan extraño […] siendo que debieran quemarse?» Jesús contesta diciendo que eso que las novicias experimentan «es una gracia que debieran agradecer con todas su fuerzas, porque con ella, comenzarán a andar el camino sólido de la virtud, que no se basa en los consuelos sensibles.» Conchita insiste: «Pero Señor: siquiera al entrar dales dulce.» La respuesta de Jesús es rotunda: «No sabes lo que dices y déjame obrar, que las que perseveren, recibirán una grande recompensa»[3].
Cuando nos sentimos desconcertados por Jesús, lo que se pone en juego es nuestra fe en él. Sólo alguien con fe adulta es capaz de seguir adelante aunque esté desconcertado; quien tiene una fe inmadura, se escandaliza y abandona la senda.
Jesús es fascinante. Ejerce un irresistible atractivo sobre nosotros.
En su sencilla sobriedad, cuánta fuerza tiene el texto de la vocación de Mateo: «Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: “Sígueme”. El se levantó y lo siguió» (Mt 9,9). En la narración del llamamiento que Jesús hizo a sus primeros discípulos, el evangelista, al escribir que ellos siguieron a Jesús «en seguida», «inmediatamente», «al instante» (Mt 4,18‑22), parece que nos dice que es imposible resistirse a la invitación de Jesús.
La manera de hablar de Jesús fascinaba a las multitudes y movía los corazones: «habla como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1,22). Pero el lenguaje de Jesús es directo y confrontante. Muchos hubieran preferido escuchar un discurso ambiguo que les permitiera seguir echando incienso a Dios y al propio yo. Por eso se escandalizaron y abandonaron a Jesús: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6,60).
Cuando contemplamos los cambios que se realizaron en las vidas de Pablo de Tarso, Ignacio de Loyola o Carlos de Foucauld, al encontrarse con Jesús, caemos en la cuenta de que él ejerce un atractivo irresistible.
El P. Félix Rougier estaba “loco” por Cristo. Qué grado de fascinación y enamoramiento se necesita para decir: «Yo quiero todo lo que Jesús quiera, lo que sea su gusto, su complacencia, su simple deseo, aunque yo me sacrifique hasta la muerte»[4]. Su vida fue la realización de este proyecto.
Tuve la gracia de trabajar durante seis años como formador en nuestro Noviciado. Fui testigo de la generosidad de muchos jóvenes que habían decidido seguir a Jesús. Habían dejado atrás padre y madre, hermanos, una carrera, un trabajo, la novia y un sin fin de posibilidades para el futuro. ¿Por qué esos desprendimientos? La respuesta es una: porque cada uno de ellos se había encontrado con Jesús. El los había fascinado, seducido y llamado; y ellos no quisieron rechazar su invitación a seguirlo.
Si revisamos nuestra vida encontraremos que muchas acciones que hemos realizado no tienen otra explicación que ésta: «Jesús me lo pedía, ¿cómo iba a negarme?»
Jesús sigue hoy despertando enorme interés entre hombres y mujeres de todo el mundo. Miles de cristianos viven no sólo el entusiasmo superficial del primer encuentro, sino que tienen por norma de vida seguir a Jesús.
«Sígueme»; ésta es la invitación que Jesús nos sigue haciendo. ¿Es invitación o mandato?
Jesús tiene el encanto de lo nuevo, lo original, lo definido, lo santo. El es tan fascinante como un tesoro escondido; tan atractivo como una perla única, de gran valor (cf Mt 13,44‑46).
Si hemos sido fascinados por Jesús y queremos seguirlo debemos estar preparados para la sorpresa y el desconcierto. El no nos ofrece seguridades sino riesgo y aventura. No le podemos poner condiciones: nos pide total disponibilidad. Yendo tras él no tendremos un itinerario perfectamente definido sino que navegaremos en total docilidad a la voluntad del Padre.
A mí, lo que más me desconcierta de Jesús es él mismo: su misterio. Me sorprende su amor incansable y fiel. Me desconcierta no saber qué me va a pedir mañana. Me confunde sentir que no escucha mi oración. Me causa extrañeza que se me esconda cuando más lo necesito y que se me haga presente donde menos lo esperaba.
A mí, lo que más me fascina de Jesús es que es Dios ─como el Padre y el Espíritu─ y es hombre ─como yo─. Me asombra que me ame y haya querido ser mi amigo. Me maravilla ir descubriendo cada día la novedad de su persona, lo original de su vida, lo exigente de su Palabra. Me encanta su proyecto: el Reino. Me fascina que siga siendo tan atractivo para mí.
Y a ti, ¿qué es lo que más te desconcierta de Jesús y lo que más te fascina de él?