+FOTO| Salto base, el anhelo de volar que ha matado a 36 personas en un año
El País
Finalmente, el anhelo de volar estaba a un traje de nailon con alas. El ser humano ha aprendido a ser un ave, sus brazos como alas y las piernas imitando la cola, un todo embutido en un traje forrado de paneles, bolsillos que se hinchan para permitir el milagro de la sustentación. Es una revolución contagiosa, un hito de sencilla pureza que empieza a agriarse, afeado por el precio a pagar: 36 muertos en 2016. El salto BASE con traje de alas, conocido como wingsuit, y su variante más atrevida, el proximity, señalan con crudeza los límites de una pasión que la sociedad rechaza. Un deporte en el que muere tanta gente no puede ser considerado un deporte, proclaman las nuevas leyes sociales, las que han abrazado la sobreprotección. Los propios actores de esta actividad saben que hay algo que no funciona y son conscientes de la imagen tan deteriorada que ofrece su pasión por volar: no solo mueren atrevidos con formación o experiencia escasa, sino que desaparecen también auténticos expertos.
El salto BASE (del acrónimo formado por los términos en inglés Building, Antenna, Span y Earth) fue así bautizado por Carl Boenisch a finales de los años 70 del pasado siglo y es un salto con paracaídas pero desde un punto fijo, como un edificio, una antena o torre eléctrica, un puente o una pared o risco. Hoy en día, el salto base, saltar y abrir el paracaídas, puede considerarse un deporte seguro.
Su evolución ha resultado veloz e impresionante, tanto es así que apenas se habla ya de saltar, sino de volar. La estrella es el wingsuit, o traje de alas, que permite no solo saltar sino despegarse de la pared para planear durante kilómetros antes de abrir el paracaídas. Con todo, la última tendencia va un paso más allá para abrazar el proximity: ya no se trata solo de volar sino de marcarse un recorrido que acerque al saltador a los caprichos orográficos del paisaje. Se trata de ser un pájaro, uno que no remontará el vuelo pero que al menos podrá cambiar de dirección para rozar los árboles, cruzar un arco de roca natural, recorrer una canal o apuntar y pasar casi por donde desee. Es un invento tan sencillo como genial: funciona por la presurización del aire que llena los bolsillos que conforman el traje. Una vez llenos, el saltador queda atrapado, rígido dentro del traje, brazos y piernas extendidos hasta que una mano libera el paracaídas. Faltaría aterrizar sin él, pero aún queda lejos… o no: Gary Connery aterrizó en 2012 sobre una pista de 300 metros de longitud y 10 de alto confeccionada a base de cajas de cartón apiladas. Y Raphael Dumont lo hizo un año después en las aguas del lago di Garda, también sin un rasguño.
William Harmon fue el primer muerto oficial en la historia del salto base, y así figura en la BASE Fatality List, una lista de fallecidos que arrancó con Harmon en 1981 y que ya ha alcanzado los 312 accidentes fatales. Las últimas 36 entradas de la lista se han generado el pasado año. Un récord. Más del 80 % de los integrantes de la lista portaban un traje de alas y eso que este empezó a verse con relativa asiduidad solo desde el año 2000. Desde 2010 se acumulan prácticamente el 60% de la cifra global de fallecidos.
“Es evidente que algo va mal”, reconoce Armando Del Rey (46 años), uno de los saltadores españoles más experimentados, en un país en el que apenas existen una treintena de asiduos. Armando solía saltar con cinco amigos, pero tres de ellos (Manuel Chana, Alvaro Bultó y Darío Barrio) fallecieron saltando. Tras perder a Barrio, Del Rey decidió tomarse un año sin vuelos, un año de reflexión, introspección de la que extrajo una conclusión: deseaba seguir fiel a su pasión, pero alejándose para siempre del proximity.
Steph Davis, brillante escaladora norteamericana famosa por sus escaladas sin cuerda, se casó con Mario Richard en lo alto de una pared y cuando el cura terminó con la ceremonia, ambos se giraron y saltaron. Durante años, Davis fue pareja de Dean Potter, uno de los escaladores y saltadores más brillantes de la historia. La última vez que Davis y su marido saltaron juntos, en 2013, éste nunca llegó a abrir su paracaídas: volaba tras ella y murió sin que nadie haya podido explicar la causa del accidente. Dos años más tarde, Potter falleció en su querido Yosemite. Volando. Tanto él como Richard figuraban en los más alto de la breve lista de iconos del proximity.
El traje de alas fue inventado en 1994 por el paracaidista deportivo francés Patrick de Gayardon, quien en 1998 ya alcanzaba recorridos de gran extensión, volando en un ángulo de 45º a 180 km/h. Pero ese mismo año perdió la vida tras cometer un error con el plegado de su paracaídas: su genial invención ya estaba lanzada. Hoy en día se alcanzan velocidades de 250 km/h y vuelos de tres minutos. «Necesitas unos dos o tres segundos de caída, es decir unos 70 u 80 metros, antes de que el traje empiece a funcionar con la presurización. Después, volando a pleno rendimiento, los giros son instintivos, presionando ligeramente un brazo y girando hacia el mismo lado la cabeza tomas la dirección deseada: es el sueño del ser humano» explica Armando Del Rey.
Muchos escaladores se han sumado al pelotón de adictos al wingsuit. Primero se veía a los saltadores como intrusos que usaban las paredes como simples trampolines, pero vistos de tan cerca, los saltos y los consiguientes planeos son sencillamente milagrosos, y para unos cuantos, inspiradores. Rémi es un guía de alta montaña francés que ha recorrido sin prisas todos los pasos de la formación recomendada para practicar el wingsuit: un curso de paracaidismo, otro de salto desde un avión con traje de alas, otro de salto base sin traje… y así hasta sumar cientos de saltos y los 10.000 euros que cuesta una formación coherente. También se compró un traje por el que pagó entre 1.000 y 2.000 euros, y el consiguiente paracaídas, a 3.000 euros la pieza. Pero Rémi está atascado. No se anima a saltar desde una pared. Dice estar convencido de que querrá probar el proximity, «porque es lo natural, lo deseable, algo similar a lo que he vivido con el alpinismo» y sabe que en ese momento su vida penderá de un hilo.
«Un salto pide otro y luego otro y otro. Es adictivo, y ahí reside el peligro. Antes, saltaba al 80% de mis posibilidades. Ahora lo hago al 40%. Antes no pude evitar que se me calentase el morro y tuve la suerte de mantener activo mi margen de seguridad, pero hay que ser muy frío para que no te pase. Es un deporte que no perdona un error», observa Del Rey, satisfecho de haber alcanzado el siempre tan complicado equilibrio entre su pasión por volar y la búsqueda de sensaciones al límite de la catástrofe.