El ejército de ‘sintecho’ que vive a la sombra de la columnata del Vaticano
Agencias
En la plaza de San Pedro del Vaticano hay 244 columnas dóricas de 15 metros de altura. Cada noche hay también, bajo ellas, una tropa de pobres que se acerca cuando el sol se ha ocultado detrás de la fachada de la Basílica. Extienden sus cartones, plásticos o toallas en sus colchones de mármol, esperan a que lleguen los voluntarios que traen comida para sortear el hambre en el estómago y se van a dormir sin que nadie cierre la puerta ni apague las luces. Bajo el cielo de dios, tan cerca de su particular infierno, la vida pasa entre la mirada y fotos de millones de turistas.
Una figura inquietante se mueve por allí a última hora de la tarde. Un cuerpo deforme, extraño, con los pies envueltos en cinta de plástico, inmensos, hinchados, y el resto de su piel, a al menos 35 grados, cubierta con una espesa tela roja con el espacio justo para dejar libres sus ojos. Tiene un bulto en la espalda, una chepa, para acentuar una deformidad forzada, y un bastón que le ayuda a caminar sobre sus plataformas. Pide dinero a los turistas que le esquivan hasta que una señora oriental saca su teléfono, se coloca detrás de él, y le saca diversas fotos con la fachada de la basílica al fondo. Luego, la mujer se va con su cristiana instantánea sonriente: la Iglesia es la casa de los pobres.
A altas horas, con la plaza casi vacía, la estampa es más dura. En medio de tanto arte e historia hay decenas de vagabundos colocados en fila, entre cada dos columnas, tumbados y confiando que no llueva y las goteras de vivir sin techo les estropeen la noche. «Yo duermo desde hace tres meses siempre allí, en la primera columna, la que está justo detrás del coche de policía», explica Teresa Jiménez, de 41 años, de Barcelona. ¿Hay más españoles durmiendo aquí? «No, yo soy la única… Buonasera (buenas noches)», interrumpe la charla porque pasa un hombre rubio y joven. Él sonríe y responde moviendo la cabeza. ¿Es un amigo? «Es el vecino. Duerme en las columnas de al lado. Es alemán, no habla nada, pero es un amigo», dice ella. La amistad en la calle es etérea y esta es una comunidad de vecinos políglota, un babel del hambre.
«Aquí hay gente de todo el mundo. Polacos, alemanes, los orientales y sobre todo italianos». ¿No hay africanos? «Aquí no es como en París, aquí hay un cierto racismo con ese tema», explica Teresa, bajando algo el tono.
De Barcelona al Vaticano
Teresa también durmió en la calle en París, y luego en Milán, Génova… Su vida es un tobogán desde que tuvo a su hija con 21 años. Ha vivido en Denia, Madrid, Cerler, Barcelona, Montpellier, París… Trabajaba y no trabajaba. Sus recuerdos brincan, porque tiene una depresión, explica, aunque lo dice sonriendo, porque no para nunca de sonreír ni cuando cuenta que en la calle en París le robaron todo, ni cuando explica que no se habla con su familia de Barcelona, ni cuando baja la cabeza y suspira, calla, se le mojan los ojos, y decidimos que es mejor no recordar que fue eso tan malo que le ocurrió y que la tiene ahora tan triste.
«Aquí estoy bien. Estoy contenta. Hay baños que están limpios y todos nos conocemos y llevamos bien», dice ella. ¿Se duerme? «Sí, hasta las 05:30 horas que llegan los bomberos de la limpieza (así los llama porque llevan mangueras). Pero son gente educada y nos tratan muy bien». «Al principio se escucha todo y no se duerme, pero pronto te acostumbras», señala una italiana, Isa, que a sus sesentaytantos tiene toda su vida doblada en una maleta junto al escaparate de un tienda de ‘souvenirs’.
La Policía, los baños, la comida que traen las asociaciones católicas… Llevaron a todas esas personas a vivir a la sombra del monumento más famoso de Roma. El Papa Francisco ordenó en 2014 que se construyeran unas duchas y servicios para los indigentes. La seguridad la garantizan los agentes que patrullan 24 horas esta zona monumental amenazada por fanatismos.
Hay una armonía en este ecosistema que por la noche salpica la columnata de cartones y plásticos entre grupos apresurados de turistas y caminatas de enamorados. «Perdone, tengo mal mi cabeza intentando entender mi vida», se disculpa por no querer hablar más Antonio, otro sin techo italiano que duerme sobre el plumón de mármol. «Soy alemán. Jodida vida», dice en inglés un barbudo rubio que deambula sin camisa algo bebido de un lado para otro. Tiene una maleta y una silla. «No sé que mierda pasa políticamente con este país. No me importa. Yo vine a buscar trabajo y tengo problemas», dice un joven croata que charla con otra mujer también croata de mayor edad. Ambos, sentados en sillas, con sus maletas apoyadas en las columnas, hablan con Enrico, uno de los voluntarios italianos que cada noche acuden allí a escuchar a mucha gente solitaria que quizá en todo el día no habló con nadie. «Lo que más se necesita en la calle es confianza y cariño», dice Teresa.
Roma, golpeada por la pobreza
La pobreza ha golpeado a Roma. El turista entra y sale de la plaza del Vaticano embriagado por la belleza de la ‘città più bella del mondo’. Hay una realidad tras la ciudad histórica, una decadencia, que en sus ‘selfies’ no se ve. Bernini inventó una ciudad de mármol en el siglo XVII, pero Roma empieza a ser una ciudad de cartón en el siglo XXI. El último informe de Cáritas titulado ‘La pobreza en Roma’ da cifras para enmarcar el problema. «El 20,9% de los italianos vive en pobreza absoluta y el 31%, en pobreza relativa». Sobre Roma, Cáritas resume la situación así: «La ciudad envejece y se empobrece a simple vista. Hay 146.941 ancianos que tienen unos ingresos inferiores a 11.000 euros al año. Una ciudad entera compuesta por personas mayores que viven con dificultades en una gran metrópoli contemporánea». Hay, calculó Caritas en 2018, 14.000 sin techo en Roma.
Entre esos italianos sin recursos están R y M, un matrimonio de 52 y 49 años. Piden que no digamos sus nombres, aunque aceptan narrar su vida, que suena como un suave disparo, con total normalidad, educación y detalles. Llevan desde hace dos años, cada día, viviendo y durmiendo en su ‘casa’ con vistas a la iglesia y plaza que levantaron entre otros Bramante, Miguel Ángel o Bernini. «Hay veces que miramos esto y pensamos que vivimos en uno de los lugares más bellos del mundo». ¿Aún son capaces de ver esta belleza? «Sí», responden ambos al unísono.
R es termo-hidráulico, trabajó 29 años en la misma empresa hasta que un día, con la crisis, lo despidieron. Ella trabajaba cosiendo esporádicamente. Eso fue hace algo más de dos años. Desde entonces mil currículums, mil llamadas y ese lento proceso en el que lentamente la vida se va deteriorando hasta que una mañana llegas con tus cartones y te tiras a dormir al suelo. «Yo cada noche hago la cama, preparo los cartones, y nos ponemos a dormir. Aquí hemos dormido hasta a -4 grados», explica ella. Duermen en los escalones de la oficina de prensa del Vaticano, en los soportales de la Via della Conciliazione. Tienen en una cabina de teléfonos que hay frente a su «apartamento», la escoba y sus sábanas de cartón. Todo ordenado, limpio, barren cada día. Como sus bolsas, colocadas sobre papel de periódico, en su armario sin puertas.
«Lo fuimos vendiendo todo. Las pocas joyas, los electrodomésticos, ropa… Hasta que ya no nos quedó nada nuestro. Al menos dejamos todo limpio, ocupamos los escalones de esta oficina y ellos se portan bien». No hay un papel en el suelo, ni el olor a orine que al doblar la esquina, en la Via Rusticucci, sacude todo. De noche los baños para indigentes del Vaticano cierran y si hace falta evacuar de urgencia no queda otra que hacerlo en la calle.
¿Por qué vienen aquí? «Porque es seguro. Hay Policía y están los baños del Vaticano donde podemos ducharnos. Además, vienen voluntarios de Cáritas o Sant Egidio y traen comida. Lo único es que nunca desayunamos». ¿Tienen hijos? «Tenemos tres hijos que viven con mi madre a 60 kilómetros de Roma, pero es una casa muy pequeña y humilde, no cabemos todos», contesta él. ¿Piden dinero? «No, no somos capaces de hacerlo, no nos sale», responden con la dignidad de quien cree que su último escalón de orgullo por bajar es comenzar a mendigar limosna. «El asistente social nos dijo que probáramos a pedir, pero no queremos», insisten. «Entré a hablar con el diácono del Vaticano para pedir un trabajo y me dijo que ellos no son una oficina de empleo», recuerda ella. ¿Cómo van a salir de aquí? «Intentamos todo. No lo sabemos», responden ambos con calma. Cada día en el mismo lugar, en los mismos escalones, entretenidos solo con el pasar constante de cientos de miles de felices turistas.
«Vuelvo a España»
Cae de nuevo la noche. Otra vez se van distribuyendo todos los indigentes en sus habitaciones entre las columnas. Algunos no esperan la comida y echan sus cortinas de plástico encima de sus cuerpos para poder dormir. «Hoy no han pasado aún los de Sant’Egidio con la comida», comenta Teresa. ¿Pides? «Yo no pido, nunca lo hice. Hay compañeros que lo hacen y se sacan sus 10 euros al día. Pero yo me voy pronto de Roma, estoy feliz de volver», explica. ¿Dónde vas? «Vuelvo a España, a Madrid. A través de la comunidad de Santa Teresa me han concedido 150 euros para pagarme el viaje de regreso. Mañana me confirman todo», dice.
No irá en barco, irá en autobús o avión a su primer mundo que no es más que un sitio familiar que la acoja tras tanto vaivén. «¿Cómo se compra un billete?», pregunta cuando de pronto para una furgoneta en la esquina. «¡Mira, ya llegaron los de Sant’Egidio, Isa. Vamos a comer!», suelta la entusiasta Teresa a su amiga mientras sale feliz corriendo a la fila. En un minuto hay más de cincuenta personas esperando ordenadamente su cena. Isa no se levanta. Espera. Un grupo de españoles, los gritos les delatan, se hace fotos divertidas frente a la fachada de San Pedro, no lejos de donde se reparte el alimento. Unos ven un monumento, otros ven un hogar.
Fuente: elconfidencial.com