Así ataca un ictus, según tres pacientes: «no podía moverme ni andar»
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Miles de personas sufren al año de un ictus. Ataca de manera imprevista, a veces sin ningún tipo de señal previa. Cuando aparece, lo que tardamos en reconocerlo y actuar puede marcar la diferencia. Y, cuando pasa lo peor, cada paciente tiene que afrontar desafíos diferentes en el camino de recuperación.
«Perdía la visión»
«Yo estaba en un banco. Había ido a sacar dinero y allí empecé a encontrarme mal», narra a 20minutos María Rosa, de 72 años. «Perdía la visión. No llegué a desmayarme, pero caso caí al suelo. Me recogieron, y me llevaron al hospital. Me dijeron que tenía una isquemia», añade.
Este episodio, recuerda, tuvo lugar en el año 2014. Por aquel entonces, María Rosa no había padecido ningún problema cardiovascular que pudiera haber servido de preámbulo al ictus, y en su familia nadie había sufrido esta afección (eso sí, aclara, dos hermanos suyos habían sufrido infartos de miocardio previamente).
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En 2016 llegó el segundo. «Estaba en una conferencia. Estaba hablando y las imágenes se me quedaron fijas. Se me iban, me venían… y empecé a encontrarme mal. No llegué a perder el conocimiento tampoco y me llevaron al hospital; me hicieron una serie de pruebas y entonces sí que comentaron que era un ictus».
«Tenía un dolor de cabeza terrible y estaba algo mareado»
Juan Manuel, de 60 años actualmente, lo sufrió mucho más joven, sin haber tenido ningún antecedente de accidente cardiovascular: «Tenía 39 años. Era ferroviario de Renfe, y estaba haciéndome cargo de una obra en Valencia (España). Estaba bajo mucho estrés».
«Era un mes de junio, y hacía mucho calor. Empezaron a darme mareos, pero lo achaqué a una pequeña insolación por no llevar gorra; simplemente me compré una garrafa de agua, bebí y me mojé la cabeza y seguí trabajando», prosigue. «A la hora de comer me encontraba mal y decidí irme a casa. Simplemente tenía un dolor de cabeza terrible y estaba algo mareado», cuenta.
«Me eché en el sillón y estuve así el resto del día, levantándome solo para ir al baño porque estaba bastante desorientado. Iba apoyándome en las paredes, como si me hubiera bebido una botella de whisky entera, perdiendo el equilibrio. Mi mujer me llevó a urgencias porque pensaba que no era normal; allí me hicieron pruebas, me pusieron un collarín y me dieron pastillas para el mareo porque decían que eran vértigos».
«Al final, me dieron el alta, me pusieron en una silla de ruedas y me mandaron a casa en un taxi. A la noche siguiente me desperté y no podía hablar ni moverme», explica.
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