#02Nov | «¿Difuntos vivos? «, por María García de Fleury
Por: María García de Fleury
Hubo un poeta que decía: El gran negocio del hombre es la vida, y el gran negocio de la vida es la muerte, porque nacemos para morir, y morimos para vivir. San Francisco de Asís saludaba alegremente la idea de la muerte diciendo: “Bienvenida seas hermana muerte”, Santa Teresa de Jesús decía: “¡Ay Jesús mío, ya es hora que nos veamos!”, y el apocalipsis dice: “Bienaventurados los que mueren en el señor”.
Para Platón, la muerte no era otra cosa que la separación del alma y el cuerpo, y decía: “después de esta separación, el alma se presenta delante del supremo juez, el cual le examina sin preocuparse de la dignidad que tuvo en la tierra, y si le encuentra manchas por los crímenes, aunque sea el alma del rey de los persas, o del hombre más poderoso del mundo, la envía a la prisión donde ha de sufrir los suplicios merecidos.
El cristiano tiene la certidumbre del más allá; al cristiano se le ofrece la inmortalidad, Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida”. Para el cristiano no hay sombras espesas como creían los paganos, ni tampoco el abismo de la nada como enseñan los materialistas. A quien escogió en la vida vivir en el amor, de verdad que es la búsqueda del bien del otro, aunque a mí me cueste, ese tendrá al final vida de amor, pero el que escogió el odio, irá al lugar del odio.
Todos los que son de cristo forman una sociedad en la que hay interdependencia, reciprocidad de servicio y de influencias, comunidad de bienes, es decir, unidad de vida. Esta certeza es la que pone en nuestras manos la suerte de los muertos, y porque nuestros méritos son tan pequeños, Cristo vino en nuestra ayuda y puso a nuestra disposición sus méritos infinitos.
Lo mismo que un jardinero riega las plantas consumidas por el calor, así nosotros podemos derramar sobre sus dolores, como rocío divino, la sangre de Jesucristo, esta es la creencia y la práctica de la iglesia, desde los primeros días de la existencia de la iglesia.
Tertuliano le decía una vez a una señora cuyo esposo había fallecido: “rece por su marido difunto, pida para él el descanso eterno, anhele encontrarlo el día de la resurrección, haga ofrenda cada año al celebrar el aniversario de su muerte, señora si olvida estas cosas usted ha renunciado a su marido, pues él depende de ellas”.
Los paganos deshojaban rosas y tenían guirnaldas en honor a sus difuntos, y San Ambrosio le decía: “Un cristiano tiene mejores regalos, cubran de flores y rosas el mausoleo si quieren, pero envuélvanlo sobretodo en aromas de oraciones. Esto fue lo que inspiró la conmemoración de los fieles difuntos, la costumbre primitiva del aniversario familiar, se transformó en un aniversario general que comprende en la mente de la iglesia a todos aquellos hijos suyos que habiendo salido de este mundo están todavía en camino al cielo.
El primero que desarrolló esto fue San Odilón, quién en el año 998 estableció la conmemoración de los difuntos en la orden benedictina y así se difundió por todo el mundo cristiano, el día escogido fue el que le sigue a la festividad de los santos para así ofrecer el homenaje de nuestros recuerdos a las muchedumbres de los hermanos que ya fallecieron y que están en camino a Dios, ¡porque con Dios siempre ganamos!