#2Nov | Día de los Difuntos, por María García de Fleury
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El día 2 de noviembre se celebra la fiesta de todos los difuntos, durante esta jornada se ora por los fieles que ya no siguen en la vida terrenal y se celebran las denominadas misas de réquiem, es decir, un ruego especial por el alma de los muertos.
Aunque la iglesia siempre ha orado por los difuntos, fue a partir del 2 de noviembre del año 998 cuando se creó un día especial para ellos, y esto fue adoptado por un monje benedictino que se llamaba San Odilón, en Francia. Su idea fue adoptada por Roma en el siglo XVI y ahí se difundió por el mundo entero; en muchas partes del mundo la celebración de los fieles difuntos consiste básicamente en acudir a los cementerios, colocar flores en las tumbas de los seres queridos y hacer oración por ellos.
Esta tradición está acompañada de un profundo sentimiento de devoción donde se tiene la convicción de que el ser querido que se marchó pasará y está en una mejor vida, sin ningún tipo de dolencia como sucede con los seres terrenales.
El día de todos los santos invita a considerar la muerte como entrada a la vida eterna, pero experimentamos la muerte con dolor porque es la separación y la ansiedad ante lo desconocido; el propio Jesús lloró sobre la tumba de su amigo Lázaro; la esperanza cristiana, la confianza en Dios y la fe en la vida eterna transfiguran el sufrimiento, pero no lo reprimen.
Hablar de la muerte es ante todo hablar de la vida, esta vida que comenzamos en La Tierra y que florece hacia la vida eterna, es hacer que estemos atentos a la realidad de esta presencia discreta, silenciosa pero tan verdadera de todos los difuntos, la comunión de los santos, eso une en el mismo amor la vida de la Tierra y del cielo.
Como cristianos estamos llamados a ofrecerle a la persona moribunda el consuelo del sacramento de la unción de los enfermos, el del perdón de los pecados y recibir la sagrada comunión, porque sabe que recibe al buen pastor, sabe que se siente apoyado por la virgen, que se siente amparado por los santos y sus méritos en su paso definitivo hacia la eternidad, rodeado de quienes, queriéndolo, despiden a quien terminó su paso por este mundo.
El amor no se acaba únicamente con decir adiós amigos, hay que saber que el estar ausente no compra el olvido, tampoco anula el recuerdo ni nos borra del mapa. Para los católicos es un deber cristiano orar por los difuntos, un deber que obliga especialmente a los familiares y a los amigos más cercanos, orar por los vivos y por los difuntos es una obra de misericordia de la misma manera que ayudaríamos en vida a sus cuerpos enfermos, así después de muertos debemos apiadarnos de ellos rezando por el eterno descanso de sus almas y en lo posible mandando a celebrar la santa misa por su eterno descanso.
La liturgia dice “dale señor el descanso eterno y brille para ellos la luz eterna”. Por su parte, San Agustín dijo “una lágrima se evapora, una flor se marchita, solo la oración llega al trono de Dios”.
La muerte guarda a nuestros seres queridos y los inmortaliza en el recuerdo para siempre porque la muerte es el paso hacia la vida eterna, es el anhelo de todos que es llegar al cielo donde estaremos con Dios y con Dios ¡siempre ganamos!