La venezolana detenida en Trinidad y su paso a un mejor destino - 800Noticias
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Mientras estudiaba ingeniería agroalimentaria, Kerlis soñaba con trabajar en el Complejo Agroindustrial Arrocero Delta del Orinoco, que, según prometió el presidente Hugo Chávez, sería una gran industria en ese estado. Pero nunca arrancó. Kerlis, ya con título en mano, se animó a buscar oportunidades laborales en Trinidad: se fue por mar, como tantos otros jóvenes de su comunidad. Esa fue su primera migración.

Esta historia es parte del seriado “Una tierra olvidada”, un proyecto de La Vida de Nos, que fue cedido para su republicación.

Fue en diciembre de 2019 cuando Kerlis terminó su carrera como ingeniero agroalimentario. En ese entonces, tenía 19 años y muchas ganas de empezar a trabajar. Aún vivía con sus padres en el sector Hacienda del Medio de Tucupita, estado Delta Amacuro, en el extremo este de Venezuela.

Kerlis había estudiado en la Universidad Francisco Tamayo. Desde que comenzó su formación, tenía la esperanza de trabajar en el Complejo Agroindustrial Arrocero Delta del Orinoco. Se suponía que esa sería la primera industria de gran importancia del estado. Así lo había dicho el presidente Hugo Chávez en 2011, cuando anunció el proyecto. Ella ansiaba trabajar allí porque creía que le pagarían bien, y que por lo tanto podría ayudar a su familia y tener una vida laboral exitosa.

Esa era su meta.

Pero para enero de 2020, un mes después de su graduación, sus aspiraciones se fueron desinflando. La estructura del complejo había sido abandonada: nunca se procesó el arroz ni se llegó a generar empleo.

Kerlis, sin embargo, no quiso desanimarse. Mientras estudiaba, hacía de todo para sobrevivir y ayudar en su casa. Trabajó como doméstica, cuidó perros y vendió helados caseros. Incluso, lo hizo después de haber recibido su título: tomaba su cava llena de helados y caminaba por el centro de Tucupita, ofreciéndole a las personas que pasaban frente a ella.

Pero no le duró mucho: por esos mismos días, a inicios de marzo de 2020, llegó el confinamiento por la pandemia de covid-19. Kerlis sintió que las posibilidades de encontrar un trabajo con mejores ingresos se desvanecían. Fue entonces cuando comenzó a interesarse por las condiciones de trabajo en Trinidad y Tobago. En su comunidad, muchos comentaban que el pueblo se estaba quedando vacío porque la gente se estaba marchando a ese país.

Una noche, cansada de haber recorrido el centro de Tucupita con su cava, y de huir de las autoridades que la hacían cumplir el confinamiento, le escribió por WhatsApp a una de sus primas que ya se había marchado a Trinidad. Le preguntó qué debía hacer para irse y cuánto costaba el viaje. La prima la animó a hacerlo. Incluso, acordaron que le prestaría dinero para que pudiera viajar a la isla.

Pocos días después, Kerlis recibió en su cuenta 250 dólares de parte de su prima.

En su casa, sus padres respetaron la decisión de que se marchara a otro país. Kerlis es la menor de cuatro hermanos que ya habían emigrado a Colombia, Perú y Brasil. Una tarde de marzo, abordó un auto frente a su casa que la llevó a una zona inhóspita de Tucupita: Palo Blanco, que es una comunidad indígena al noreste de la ciudad, desde donde parten embarcaciones a la costa del golfo de Paria.

Cuando llegó, se encontró con otras 15 personas que harían su mismo viaje. Debieron esperar durante 8 horas en una embarcación, desde las 4:00 de la tarde hasta la medianoche, momento en que el encargado del viaje recibió el aviso por teléfono de que la guardia costera de Trinidad y Tobago no estaba vigilante para ese momento (el hombre recibió la alerta gracias a que en esta zona hay señal de telefonía móvil de empresas de la isla).

Fue un viaje rápido, sin contratiempos: a la 1:00 de la madrugada ya habían llegado.

Cuando llegó a Trinidad, a la localidad de San Fernando, la segunda ciudad más grande e importante de la isla después de Puerto España, Kerlis vio a personas diferentes, todos hablando otro idioma, con costumbres que no conocía. Sintió que el mundo era chiquito y su cabeza le dio vueltas. El objetivo de Kerlis era encontrar un trabajo. Pero era difícil porque no sabía hablar inglés, apenas recordaba las clases del verbo to be en el liceo. Le tocaría aprender. Rápido, además.

Las dos primeras semanas en San Fernando estuvo con su prima, sin pagar alimentación ni estadía, hasta que consiguió un empleo en un puesto de comida rápida —de 8:00 de la noche a 3:00 de la madrugada— y se mudó. Lo hizo a un barrio abandonado en el centro de San Fernando, que carecía de agua, pero era lo que podía costear en ese momento. Su salario solo le alcanzaba para pagar ese arriendo, su alimentación, ayudar a sus padres en Tucupita y abonar la deuda que tenía con su prima.

Todos los venezolanos tenían miedo de salir a las calles por temor a ser detenidos. Para ese entonces, el gobierno de Trinidad y Tobago no otorgaba a los migrantes permisos de trabajo. Eran frecuentes las redadas en lugares donde reportaban la presencia de venezolanos. A pesar de que era ilegal, y de que el trabajo era demandante, Kerlis sentía que su situación en Trinidad iba mejorando.

Estuvo así hasta que llegó la noche del acoso.

Todo empezó un viernes de mayo.

Kerlis estaba atendiendo a los clientes —ya con un inglés básico podía captar algunas palabras— cuando se le acercó un hombre de unos 50 años, piel oscura y cuerpo atlético. Le pareció muy amable, aunque le hablaba en inglés cosas que ella no entendía.

Al día siguiente, sábado, a Kerlis le correspondía limpiar el negocio. A eso de las 11:00 de la noche ya estaba agotada. Afortunadamente, ese día no le tocaba atender a los clientes. Mientras descansaba un momento vio al hombre del día anterior. Cuando uno de los trabajadores se le acercó, él pidió ser atendido por la venezolana. Entonces Kerlis se puso nerviosa. Su jefe, un venezolano con nacionalidad trinitaria, intentó calmarla diciéndole que no pasaría nada, que lo atendiera. Ella, sintiendo que no tenía más opción, accedió.

Cuando se acercó, el hombre intentó tomarle la mano a la fuerza.

Kerlis gritó, se alejó, vio como todos se le quedaban mirando. Se fue a una pequeña habitación en la que todos los trabajadores guardaban sus cosas y se sentó a llorar, mientras afuera oía gritar al hombre en inglés. Luego de media hora, cuando se calmó, salió y uno de sus compañeros venezolanos que entendía al sujeto, le dijo que el trinitario había estado gritando: “Ven conmigo, tengo mucho dinero, ven”.

Kerlis se sintió insegura, y quiso renunciar, pero tenía el temor de volver a empezar de nuevo, de tener que conseguir otro empleo en medio de su estatus migratorio ilegal y la barrera del idioma. Conversó con su jefe, pero lejos de apoyarla, este le sugirió atender preferentemente al hombre que la acosó. Le decía que ese era un cliente adinerado que, incluso, podría denunciarla por estar indocumentada.

Kerlis sintió ganas de vomitar. Sin responder a la propuesta y amenaza, tomó sus cosas y salió rápido de allí. Durante tres días se encerró en su habitación de arriendo donde vivían otros venezolanos. Como el barrio era poco concurrido, era el lugar perfecto para que los migrantes se escondieran de la policía.

El martes por la mañana se dispuso a buscar trabajo una vez más. Cuando salió de su casa, varios policías la apuntaron:

Stop, stop, don’t move, don’t move!

Kerlis creyó que le dispararían y se quedó paralizada.

La subieron a un autobús policial, donde además la acompañaron otros 31 migrantes que estaban en todo el edificio. La redada policial se había activado luego de la denuncia de un vecino que notificó a la policía sobre alteración del orden público por la fiesta que tenían unos venezolanos. Fue así que Kerlis terminó tras las rejas, en un centro de detención temporal junto a otras chicas.

En una pequeña celda había hasta seis mujeres y solo dos camas. Kerlis eligió dormir en el piso. Les dijeron que debían formalizar la detención con la presencia de la Oficina de Inmigración y ser presentados ante un juez. Este procedimiento estaba previsto para el jueves, es decir, dos días después de su detención. Mientras tanto, nadie sabía cómo iban a sobrevivir en hacinamiento, sin tener la certeza de poder comer y tomar agua.

A las 7:00 de la noche de ese mismo martes, un oficial de la policía se acercó a las celdas para explicar en un español que apenas podía entenderse, que los baños estaban en la parte de atrás de las celdas. Para ir, debían llamar al personal de custodia. Kerlis pasó la noche sentada. Por ratos podía quedarse dormida, pero la incomodidad la animaba a pararse, dar vueltas en el pequeño espacio y volver a dormir. Esa noche no les dieron comida. Kerlis llevaba casi 24 horas sin comer ni poder bañarse.

El miércoles por la mañana recibieron de desayuno un pedazo de pan con jugo de naranja. Al mediodía, comieron una sopa que parecía de pescado. Eran las 9:00 de la noche cuando Kerlis llamó a un policía para decirle que necesitaba ir al baño. Él abrió la celda y la escoltó hasta la puerta. Kerlis se sintió asustada, pero el hombre la esperó afuera. Cuando estaba por salir, miró al policía frente a ella, que se abalanzó para besarla mientras sujetaba sus brazos: la pegó de la pared, mientras con su boca rozaba parte de la cara e intentaba frotar su miembro.

Kerlis gritó y el policía la soltó.

Corrió hacia la celda y otros funcionarios que se acercaron para averiguar lo que había ocurrido le abrieron la reja. Los policías parecían no haber oído ni visto lo ocurrido.

Las mujeres que estaban en la celda la abrazaron y Kerlis se sintió un poco protegida. Esa noche ninguna durmió.

A las 6:00 de la mañana del jueves, los 31 venezolanos abordaron un autobús con destino a Chaguaramas, otro centro de detención dispuesto a mantener a los migrantes mientras esperan el juicio, donde se decidiría si serían deportados o no. Allí aguardaron desde el jueves hasta el lunes.

La prima de Kerlis no la podía ayudar: temía ser capturada ya que también estaba sin documentos legales. A pesar del tiempo que tenía en el país, no había conseguido que el Estado le otorgara permiso de permanencia en ese país. Se enteró de todo lo que pasaba con su prima por un amigo, quien le informaba lo que le deparaba legalmente a Kerlis.

El lunes, Kerlis y los demás detenidos fueron presentados ante un tribunal que dictaminó su deportación inmediata. Al mediodía, una embarcación de la guardia costera de Trinidad y Tobago los esperaba para ser retornados a Venezuela por Tucupita.

A medida que la embarcación se alejaba de la isla, Kerlis perdía de vista el sueño trinitario.

Regresaba a su país con las manos vacías, porque la detención ocurrió justo cuando Kerlis iba a comenzar a ahorrar para comprar sus cosas y mandarlas a adquirir en Tucupita.

Sus padres la recibieron en el puerto de Coporito, una comunidad que está a unos 45 minutos por carretera desde Tucupita. Sin embargo, no pudieron llevársela a casa porque debía aguardar en confinamiento preventivo por tres días luego de aplicarse una prueba de covid-19, en el gimnasio cubierto de Tucupita.

A los tres días, Kerlis regresó a casa. Estaba muy triste. Durante una semana no pudo comer bien. Pero después sintió que no podía quedarse de brazos cruzados y salió a buscar un nuevo empleo.

Y a los días encontró un trabajo de medio tiempo como cajera en un abasto de dueños asiáticos. Con lo que le pagaban al menos podría llevar algo de comida a casa. Ahí estuvo hasta que, incómoda, con ganas de labrarse un mejor futuro, en septiembre decidió irse a Brasil. Su hermano Javier, que vivía en ese país, le instó a intentarlo.

Javier había conocido a unos empresarios evangélicos, que le dieron un empleo en una fábrica de pinturas. Cuando se enteró de que su hermana quería migrar, él explicó a sus jefes la situación de Kerlis y ellos accedieron a darle trabajo también cuando llegara.

Kerlis viajó a Pacaraima. Allí las autoridades brasileñas no le exigieron documentos, solo el registro y el permiso temporal de estadía, algo que debía sacar allí mismo.

Antes de reunirse con su hermano estuvo cuatro días en una carpa grande, en Pacaraima, donde compartía con familias waraos. Luego, los jefes evangélicos de Javier le enviaron dinero a Kerlis para que se marchara hasta Boa Vista. Desde allí tomaría un vuelo hasta São Paulo.

A finales de septiembre de 2020, Kerlis llegó al apartamento que su hermano rentaba por medio de los evangélicos. Tenía todas las comodidades y no tuvo problemas en adaptarse. Poco después, Kerlis se unió a la iglesia, a la que asiste desde entonces.

Sintió que había llegado al lugar adecuado.

Ha podido ayudar a sus padres, le va bien, ahorra y tiene planes de montar un comercio virtual. Aún no tiene la nacionalidad brasileña, aunque su estadía es legal. No cree que regrese a Venezuela.

Al menos, no por ahora.

*El nombre de la protagonista de esta historia fue cambiado para proteger su identidad.

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