El apartamento de un estudiante convertido refugio LGTB
EFE
En el humilde apartamento de Ricardo hay más mantas que muebles. Y es que este estudiante mexicano ha encontrado espacio donde casi no había para acoger a personas LGTB en situación de calle y refugiarlas de la violencia del centro de Ciudad de México.
«Hace ocho meses comencé a apoyar a personas en situación de calle y me encontré la problemática de que muchas personas LGTB están en estas condiciones. Es algo a lo que no prestamos atención, pasan desapercibidos, no existen», cuenta a Efe este joven de 27 años sentado en uno de apenas dos taburetes de plástico que hay en su salón.
Desde hace algunas semanas, este pequeño apartamento situado en una gran vecindad de la calle Sol, en la populosa colonia Guerrero, se ha llenado de vida, risas y música de quienes antes no tenían dónde dormir.
Este estudiante de Comunicación se cansó del activismo en redes sociales y pasó a la acción. Ahora acoge a Vanessa, Carlos y Pablo en su casa, además de apoyar a otras personas en la calle con comida, cobijas y apoyo emocional.
«Tratamos de que sea una vida muy normal, no como en los albergues que tienen reglas y horarios muy estrictos y que no pueden salir. La idea es que se vayan acostumbrando a esta vida», cuenta este joven, a quien lo ayudan Jonathan y Óscar en tareas de alfabetización y de terapia psicológica.
«LA CALLE ES LA CALLE»
Vanessa y Carlos yacen acurrucados en una cama improvisada con mantas en un rincón de la casa. Se conocieron hace diez años en la calle mientras buscaban alcohol desesperados. Él la salvó de una agresión y eso la «enamoró más», recuerda esta mujer trans de 45 años con un carisma arrollador.
Ambos comparten historias de rechazo que los llevaron a la calle. La familia de Vanessa, del sureño estado de Guerrero, no aceptó su orientación sexual, mientras que Carlos, de Puebla, huyó de las agresiones de su padrastro, hizo una «maldad» por la que lo metieron a la cárcel y al salir volvió a la calle desamparado.
«Hubo un tiempo en el que me clavé más en el alcohol y ya no pensaba en mí», rememora Carlos, bajito y más tímido que ella, excepto cuando cuenta chistes con los que convence a los transeúntes para venderles chicles, su actual trabajo.
Hasta encontrarse con Ricardo, ambos formaron un equipo y cooperaban con otras personas en situación de calle en el parque donde vivían de la colonia Buenavista, donde muchas mujeres trans se ven arrojadas a la prostitución y expuestas a la violencia.
Solo en 2020, hubo 79 asesinatos de personas LGTB en México, más de la mitad de ellos, transfeminicidios.
Ahora Vanessa se está alejando de la prostitución porque los clientes «se aprovechan» de las adicciones de las personas de la calle y les ofrecen droga en lugar de dinero. También disuade a Carlos ante las tentaciones de «vender vicio».
«Muchos tienen ganas de salir adelante, nada más nos falta una mano amiga para motivarnos porque no todos somos malos», cuenta.
«SOMOS GUERREROS»
Pablo tiene 25 años y un tatuaje en el cuello que dice «Pabla». Asegura que está «un poco enfermo» porque tiene la presión alta y esto es algo de «gente adulta».
«La gente que vive en la calle es una guerrera, porque pasas hambre, fríos, lluvias, destrozos. Tienes que estar peleando a cada ratito por un espacio. Nunca va a ser fácil», cuenta este joven homosexual con un mechón rubio.
Pablo sacaba notas excelentes en la primaria y la secundaria, pero su padre maltratador y homófobo lo expulsó de casa y comenzó a deambular por las calles, donde se amistó demasiado con el alcohol.
Ahora limpia parabrisas y no falta quien lo amenaza de muerte, pero a él ya pocas cosas lo acobardan.
«(Ricardo) es un ángel porque me bajó del cielo para ayudar. Yo ya no tenía nada, estaba flaco, fea, pero Richard me rescató», cuenta agradecido.
De pronto se le entristece la mirada cuando recuerda a Angora, una chica trans fallecida de VIH semanas atrás que formaba parte del grupo de Vanessa, Carlos y Pablo.
Desde que comenzó su tarea, Ricardo ha llevado a la clínica a unas 40 personas en situación de calle y la mitad han dado positivo a enfermedades de transmisión sexual.
«Nos quedamos con la impotencia de haber hecho más por ella», explica con dolor.
Pero las risas y la música regresan rápidamente en este hogar, decorado solo con una bandera arcoíris y otra del orgullo trans, mientras unos preparan el desayuno y otros van a comprar jugo para comer todos juntos sentados en el suelo.
«A veces reímos, a veces estamos tristes, platicamos muy profundamente pero la relación no es de ‘te estoy apoyando’. Somos una familia», asegura Ricardo. EFE