Reclusos venezolanos buscan redención en el rugby
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Ovacionado, un grupo de jugadores de rugby salta a la cancha. Son presos de 13 de las cárceles más peligrosas de Venezuela, que entre golpes y tackles exorcizan su pasado delincuencial.
Por unas horas son deportistas que respiran aire fresco en una hacienda del municipio José Antonio Revenga (estado Aragua, norte), donde hace 15 años un robo fue la génesis de «Alcatraz», un programa para reinsertar jóvenes pandilleros.
Ya sin las manos esposadas corren en un engramado rodeado por montañas, grandes árboles y cultivos de caña de azúcar -savia del mundialmente premiado ron venezolano- en la gigantesca finca Santa Teresa (90 km al oeste de Caracas).
Un centenar de militares con armas largas no les quitan los ojos de encima, mientras sus familiares, a un costado, los llaman por sus nombres y les hacen señas.
Algunos lloran, otros saltan sin parar. Yusbelis Torres agita una pancarta para alentar a sus dos hermanos, presos hace casi cinco años por robo, y ahora animadores del torneo anual de rugby penitenciario que organiza la Fundación Santa Teresa.
«¡Los campeones del rugby!, ¡Los amamos!», se lee en un afiche lleno de fotos familiares. «Lo hice yo», dice orgullosa la sobrina adolescente de Yusbelis.
Los aplausos resuenan cada vez que un equipo es llamado al campo. Sus coloridos uniformes están estampados con nombres que aluden fiereza: Leones, Halcones, Jaguares, Búfalos… Pero en la cancha reina el espíritu deportivo.
Esta vez los jugadores de los Halcones de Falcón concentraron la atención porque prefirieron jugar descalzos.
Los hermanos de Yusbelis pertenecen a Los Centinelas, de la cárcel de Uribana (noroeste), donde 60 internos murieron durante un motín en 2013.
Con unos 400 reclusos asesinados desde 2011, las prisiones venezolanas son de las más violentas de América Latina.
Libres como un alcatraz
Todo comenzó con un robo en marzo de 2003 en la hacienda Santa Teresa, complejo agroindustrial donde se elaboran rones añejos.
Lejos de buscar venganza, los Vollmer, una adinerada familia con raíces alemanas dueña de esas tierras, planteó a los ladrones devolver lo robado y trabajar en la finca, o enviarlos a prisión.
Desconcertados, los tres delincuentes tomaron la primera opción dando inicio a un programa de resocialización que diez años después se trasladaría a las cárceles.
«Fue un pacto de caballeros», cuenta Jesús Arrieta, expandillero de 37 años y pionero junto con otros 20 muchachos de Alcatraz, que debe su nombre a la famosa cárcel californiana.
Durante tres meses, Jesús y sus compañeros de andanzas sembraron enredaderas para delimitar la hacienda.
Luego les propondrían jugar rugby para que «aprendiéramos a ganarnos el dinero honestamente», rememora.
Después vendría otro desafío: convencer a pandilleros enemigos de abandonar el crimen, osadía que terminó por juntarlos en la cancha.
Antes de Alcatraz todo era zozobra, pues el destino seguro de muchos jóvenes «era el cementerio», afirma Jesús.
Ahora estudia comunicación, es uno de los líderes del rugby penitenciario y participa en el entrenamiento de unos 2.000 niños para alejarlos de la delincuencia.
El empresario Alberto Vollmer, quien capitanea el proyecto, incluso va a las cárceles a entrenar con los presos. «No importa de dónde vengas y que hayas estado en la oscuridad (…), porque cada individuo tiene un potencial infinito», dice.
«Nadie es irrecuperable»
Vollmer, que llama a casi todos los presos por su nombre, se pone la camiseta de técnico y los convoca a formar un semicírculo en el campo.
Les aconseja trabajar más en los pases. Todos lo escuchan atentos, entre ellos Cristian, uno de los convictos que le dice que los presos son «piedras preciosas» por pulir.
Y luego de años de conocer a muchachos que han cometido «crímenes gravísimos», Vollmer afirma que no ha «visto ninguno que sea irrecuperable».
Antes de Alcatraz, la tasa de homicidios en Revenga era de 112 por cada 100.000 habitantes.
Diez años después, los índices delictivos bajaron 40%, una hazaña en un país cuya tasa de asesinatos es de 89 por cada 100.000 habitantes, 15 veces mayor al promedio mundial, según la ONG Observatorio Venezolano de Violencia.
Entrenador del programa tras ocho años preso, Jorwim Contreras afirma que el rugby lo liberó.
«Cambié las armas por un balón», dice. Listo para actuar, Andry Bolívar, un atlético moreno de 29 años, sueña con dejar atrás su pasado criminal. «Me gustaría integrarme a la sociedad, y si Dios me lo permite, jugar con la selección de rugby de Venezuela».
Con información de: El Universal