¿Quieren en verdad los países occidentales que haya democracia en Medio Oriente? - 800Noticias
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BBC Mundo.-   Los atentados de París nuevamente han dejado perplejos a los países de Occidente y cuestionándose por qué están bajo ataque.

En los meses después del 11-S, los estadounidenses se preguntaban: «¿Por qué nos odian?»
Hoy en día, los políticos, periodistas y académicos europeos todavía buscan una explicación de por qué tantos jóvenes musulmanes se están radicalizando.

La religión, la privación económica y la política exterior de Occidente son todas teorías que se plantean como posibles impulsores del yihadismo.

En lo que la mayoría de la gente coincide es que las potencias de Occidente no están seguras de cómo reaccionar contra el autodenominado Estado Islámico (EI).

La confusión queda reflejada en la actitud incierta de Estados Unidos y Europa hacia la democracia en el mundo árabe.

Unas semanas antes de ordenar la invasión de Irak, en 2003, el presidente de EE.UU., George W. Bush, dijo que una vez Saddam Hussein fuera derrocado, Irak se convertiría en «un luminoso ejemplo de democracia a través de Medio Oriente».

Sus adeptos neoconservadores pensaron que los beneficios de la democracia eran tan inherentemente evidentes que, dada la oportunidad, los iraquíes se lanzarían a aprovecharlos.

Había funcionado en la Europa Oriental postsoviética, así que, ¿por qué no en Medio Oriente?

Pero, lejos de acoger el liberalismo occidental, Irak descendió en una guerra civil. Y muchos en Occidente se recibieron la lección que no se puede forzar a un país a volverse democrático.

Y, si Irak convenció a algunos de que no era posible imponer la democracia, la Primavera Árabe resucitó la duda de si las potencias de Occidente realmente quieren democracia en Medio Oriente.

O, ¿estarás, en realidad, temerosas de los que la democracia pueda traer?

 

Financiando a Mubarak

Durante décadas, los yihadistas –al igual que muchos liberales en Occidente– han argumentado que la eterna retórica occidental sobre la democracia es vacía. Después de todo se preguntan: ¿Acaso la realeza de Arabia Saudita que viola los derechos no es apoyada por Occidente?

Y, ¿por qué el expresidente de Egipto, Hosni Mubarak, fue financiado por Washington durante tanto tiempo?

También citan lo ocurrido en Argelia, en 1992, como tal vez el caso más claro de la hipocresía de Occidente.

Cuando el Frente de Salvación Islámico estaba encaminado a ganar las elecciones parlamentarias, hubo palpables suspiros de alivio en las capitales occidentales cuando el ejército intervino, vetó el frente y detuvo a muchos de sus miembros.

El temor de islamistas radicales llegando al poder se siente tal vez más agudamente en Israel.Ese país podrá ser la democracia más desarrollada en Medio Oriente pero, ¿qué pasaría si la hostilidad antiisraelí encontrara una expresión democrática?

Si los gobiernos de Medio Oriente hicieran lo que quieren sus pueblos, Israel tendría un problema.

La situación quedó expuesta de la manera más evidente cuando Hamas ganó las elecciones en los territorios palestinos, en 2006. Israel y representantes de las potencias occidentales rehusaron reunirse con los recién elegidos funcionarios palestinos so pretexto de que querían la destrucción de Israel.

Meses después, muchos de esos funcionarios electos terminaron en cárceles israelíes.

En Egipto, las sucesivas victorias electorales de los Hermanos Musulmanes, tras la salida de Mubarak, una vez más dejaron expuesto el dilema de Occidente.

Hay que recordar que, tanto EI como al Qaeda rechazan la postura de los Hermanos Musulmanes de que los islamistas deberían buscar el poder a través de las urnas.

 

Apuesta más segura

Pero, temiendo que los Hermanos Musulmanes desafiaran su propio poder, los gobiernos autócratas de Arabia Saudita y países del golfo convencieron a Occidente de que no podían aceptar el riesgo de un Egipto gobernado por el islamista presidente Morsi.

El ejército egipcio, de la mano de miles de manifestantes que querían anular el resultado de las elecciones, se veía como la apuesta más segura.

Fue una política que surgió de una cautela tal vez comprensible. ¿Cómo podrían los líderes de Occidente confiar en las garantías de los Hermanos Musulmanes de que su primera victoria electoral no sería seguida de una intento de aferrarse permanentemente al poder como preludio al establecimiento de su meta declarada: un estado islámico?

Sin embargo, al no apoyar el gobierno de los Hermanos Musulmanes, Occidente les entregó la victoria a los islamistas radicales.

«No hay sentido en votar por los Hermanos Musulmanes –podrían argüir los extremistas– porque no les permitirán tener el poder aún si ganan. Más les valdría combatir con nosotros».

De hecho, el desenlace político en Túnez sugiere que sí se puede confiar en la eficacia de la democracia.
El equivalente a los Hermanos Musulmanes en Túnez, Ennahda, ganó las elecciones tras Primavera Árabe y, luego, demostró su voluntad de hacer concesiones.

En una medida que probablemente ningún partido secular en Túnez emularía, Ennahda dejó el poder voluntariamente en el interés de lograr un amplio consenso para una nueva constitución.

Pero Túnez siempre sería un país secundario. Egipto es de mayor importancia.

Y tras el encarcelamiento de los líderes de los Hermanos Musulmanes y otros pensadores liberales por el presidente Sisi, el campo quedó despejado para que los yidahistas pudieran ofrecer la única clara alternativa para resistir el represivo gobierno de El Cairo.

Estos asuntos afectan a toda la región. Las contradicciones son más urgentes ahora en Siria.
Los gobiernos occidentales todavía instan a la caída del presidente Al Asad pero titubean a la hora de hacer algo por temor de lo que su salida podría representar.

¿Cómo sería la Siria de después? ¿Qué traerían las elecciones sirias? ¿Podrían llegar al poder los islamistas sunitas? ¿Cómo beneficiaría eso a Occidente? Y, ¿qué hay de Israel?

Que las potencias occidentales no hayan sido capaces de transformar el deseo por la democracia, libertad y seguridad en Medio Oriente en derrotas de EI y Al Qaeda, es en parte el resultado de la contradicción inherente en fomentar la democracia pero temer sus resultados.

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