¿Por qué nos cuesta tanto reconocer un error?
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Dicen que los tauro, los leo y los escorpio son los más cabezones, pero lo cierto es que más allá de las apreciaciones astrológicas sobre el comportamiento humano, hay algo en él inquebrantablemente popular que tiene que ver con esta cualidad: todos queremos tener razón. Vale, sí, hay quien da su brazo a torcer antes, pero no es una tarea sencilla para nadie replegarse ante una metedura de pata o un simple lapsus.
«Cuando yo digo mentiras las convierto en verdad», sentenciaba Lola Flores (que, por cierto, era acuario), una frase esclarecedora de esa parte de nuestra condición, la de funcionar como seres irradiados por la lógica, que la han tomado como estandarte diferenciador.
Quién no se ha visto involucrado en un arduo debate, defendiendo apasionadamente su argumento cuando, de repente, le ha atravesado un rayo golpeando como una tonelada de ladrillos cognitivos, una memoria: te has equivocado. Sin embargo, contra todo pronóstico, seguimos intentando conseguir la verdad.
Siempre regocijándonos
«Admitir que estamos equivocados es desagradable, daña cualquier ego… Pero algunas personas tienen un ego tan frágil, una autoestima tan quebradiza, una ‘constitución psicológica’ tan débil, que admitir que cometieron un error, o que estaban equivocados, es demasiado amenazante para que sus egos lo toleren», escribe al respecto el psicólogo Guy Winch en Psychology Today.
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La razón más común es, quizás, el ego. Comienza cuando desarrollamos fuertes lazos emocionales con nuestras creencias
Como señala Winch, la tendencia humana a regocijarnos en nuestras posturas, incluso cuando comienzan a desmoronarse, está impulsada por una variedad de razones, que van desde sesgos cognitivos hasta vínculos emocionales y dinámicas sociales. El resultado, a veces, es un error detrás de otro, una mutación.
De todas, la razón más común es, como razona el psicólogo, el ego. Comienza cuando desarrollamos fuertes lazos emocionales con nuestras creencias (una tendencia que no necesariamente tiene que llevarnos a él, resultando incluso necesaria y positiva para el constructo de la persona). Es entonces cuando nuestro sentido de identidad y de nosotros mismos se puede llegar a entrelazar con ellos, una ecuación que tiene como resultado una necesidad desbordada de proteger nuestro concepto de nosotros mismos. ¿Y cómo hacerlo? Manteniéndonos firmes en nuestros argumentos, siempre, incluso con sus defectos nos interpelan.
Una lucha de yos
Otra razón es la forma en que la sociedad se construye a sí misma a partir de la validación de sus partes como un ritual. Según apunta Daryl Van Tongeren, profesor asociado de psicología en Hope College, en Greater Good Magazine, esta validación puede inducir una mayor resistencia a cambiar de opinión, incluso a crear un efecto de cámara de eco: olvidamos que el rango de perspectivas es infinito, quedamos expuestos solo a unas pocas. Nos limitamos, al fin y al cabo, a la ilusión de un yo único.
En el proceso, nuestras identidades también pueden vincularse a los grupos a los que pertenecemos, explica Van Tongeren, mientras que nuestras posiciones se entrelazan profundamente con la identidad del grupo. Este sentido de pertenencia puede, a menudo, superar nuestro deseo de una evaluación objetiva de la evidencia, de modo que incluso cuando se nos presentan contraargumentos convincentes, nos negamos a movernos y amenazamos la cohesión de nuestro grupo.
Sin embargo, cuando nos quedamos ahí, redoblando nuestros errores, a menudo nos abruma una sensación de ansiedad; los psicólogos creen que se trata de una experiencia de disonancia cognitiva . «La disonancia cognitiva es lo que sentimos cuando el autoconcepto (soy inteligente, amable, estoy convencido de que esta creencia es cierta) se ve amenazado por la evidencia de que hicimos algo que no fue inteligente, que hicimos algo que hirió a otra persona, que la creencia no es cierta», señala la psicóloga Carol Tavris en The New York Times. Es esa disonancia cognitiva la que amenaza nuestro propio sentido del yo. Nos enfrentamos siempre a nosotros mismos, pero no hay lucha que no sea agotadora. ¿Y si empezamos a descansar?
Con información de El Confidencial.
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