¿Por qué mentir conduce al éxito?
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Si te espera una mañana gris haciendo gestiones en un banco, posiblemente llegues allí perezoso y sin ganas, pero acabes actuando como la persona que va a un banco a hacer gestiones (es decir, con una actitud seria y atenta). Si vas a un concierto y no te gusta demasiado, pero a tu acompañante sí, lo más seguro es que como mínimo hagas ese movimiento rítmico de pierna o cabeza, haciendo como que estás conectando con la música. Si, por último, tu pareja te invita a cenar a algún restaurante, posiblemente entres en ese mood tan característico de la gente que tiene citas románticas en restaurantes: hablaréis de vuestra relación, vuestros planes de futuro y de lo que esperáis el uno del otro de una manera apasionada y relajada.
Todo esto parece, a simple vista, evidente. Sea como sea, los seres humanos vamos por ahí metiéndonos en situaciones que nos pueden gustar más o menos, pero en las que, en cualquier caso, ponemos un mínimo de nuestra parte para experimentarlas. La propia raíz etimológica de «experimentar» se relaciona con el acto de atravesar, ‘per-ire’, por lo que no deberíamos ver nuestro paso por estas situaciones como si fuéramos un sujeto pasivo. Desde que te levantas hasta que te acuestas, estás tomando decisiones, la mayoría de ellas inconscientes y otras tantas más por presión social, de ahí que en ocasiones te plantees la duda de si realmente tus acciones nacen de una elección verdaderamente propia y auténtica, o en realidad tan solo vamos por ahí amoldándonos a lo que hay a nuestro alrededor.
Antes de caer en debates sobre la voluntad humana y sus fuerzas, podríamos ser más prácticos y reducir todas nuestras interacciones sociales a un simple balance de intereses y, en último término, al noble acto de interpretar un papel concreto en cada situación, lo cual podría parecer un poco tramposo, pero a fin de cuentas es lo que hacemos todos. Visto de otro modo, cuenta más lo que hacemos y decimos que lo que somos. En realidad, somos meros actores que van pasando por distintos decorados, entrando y saliendo de escena cuando alguien nos interpela, creando poco a poco un personaje a nuestra medida y a la de los demás. Solo en pequeños ratitos podemos salir de esos escenarios (un trabajo, una familia, un centro educativo…) para ser nosotros mismos de verdad.
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Goffman pensaba que las personas que más saben actuar en los escenarios sociales eran quienes tenían más oportunidades de cosechar éxito en sus metas
Cuando la mentira se da por hecho, y está bien
Un «orden de interacción», sin embargo, es discriminatorio debido a que ordenamos nuestra vida social basándonos en unos prejuicios bien consolidados. Si, por ejemplo, vamos en transporte público y a nuestro lado hay desconocidos, lo más natural será dirigir la mirada brevemente hacia ellos, reconociendo su presencia sin querer entrar en más detalles como para preguntarles qué hacen o a dónde van. En cambio, si nos encontramos con un mero conocido, con el que tenemos una conexión emocional débil, la necesidad de intervenir se hará más evidente. En cualquier caso, las normas sociales implícitas nos motivan a saludar a ese conocido, aunque no queramos hacerlo porque tenemos un mal día o no nos interesa su vida y, a la par, marginar a ese desconocido porque interpretamos que sería incómodo hablar a alguien a quien no conoces de nada desde cero.
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