¿Por qué existe el sentimiento religioso?
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Los Fang, el grupo étnico más numeroso de Guinea Ecuatorial y que vive principalmente a lo largo del río Muni, creen que las brujas tienen un órgano interno extra, con forma animal, que sale de ellas por la noche dispuesto a arruinar los sembrados y envenenar la sangre de la gente. También dicen que esas brujas celebran grandes banquetes en los que, mientras devoran a sus víctimas, preparan nuevos ataques.
Cuando el antropólogo de la Universidad de Washington Pascal Boyer refirió estas y otras curiosidades durante una cena en un college de Cambridge (Reino Unido), un teólogo católico le dijo: “Esto es lo que hace de la antropología algo tan fascinante y complicado. Debes explicar cómo la gente puede creer semejantes tonterías”.
Lo que esta anécdota nos revela es uno de los grandes enigmas del estudio de las religiones que, como muchos, aún aguarda respuesta: ¿qué hace que veamos ridículas las creencias de los demás y no las nuestras? ¿Por qué aceptamos unas creencias que, en el mejor de los casos, son anti-intuitivas y para las cuales no tenemos ninguna prueba de que sean ciertas? ¿Qué las hace plausibles para algunos seres humanos, pero no para todos?
¿Una explicación neurológica?
El desarrollo de la neurociencia y, con ella, el mapeado de las funciones cerebrales, permitió que en 1975 el psiquiatra norteamericano Eugene D’Aquili publicara el artículo “The Biopsychological Determinants of Religious Ritual Behaviour” iniciando una nueva línea de investigación: las bases neurofisiológicas de la religión. Desde entonces ha quedado bastante bien establecido que la experiencia religiosa, sobre todo la experiencia mística, tiene que ver con el sistema nervioso autónomo, responsable de regular la respiración, la presión arterial, la temperatura corporal o la frecuencia cardíaca, y a su vez está muy relacionado con el sistema límbico del cerebro, responsable de las emociones y los afectos.
¿El cerebro es la causa o la consecuencia?
En realidad, todos estos trabajos no nos dicen nada acerca de por qué creemos, sólo de cómo responden nuestros cerebros a la experiencia religiosa y todavía está lejos el día que que podamos explicar su variedad. “La diversidad no es solo el hecho de que algunas personas se llamen a sí mismas budistas y otros baptistas”, dice Pascal Boyer. “Es mucho más profunda, está en la manera en cómo la gente concibe los agentes sobrenaturales y qué pueden hacer, en la moral de sus creencias religiosas, en los rituales que realizan…”
Entender por qué existe el sentimiento religioso en los seres humanos exige un verdadero esfuerzo transdiciplinar en el que trabajen juntos antropólogos, sociólogos, psicólogos y neurólogos. Lo que parece innegable es que hay algo en la circuitería de nuestro cerebro que nos hace propensos a creer. A nivel personal no podemos, o no queremos, explicar porqué creemos y si lo hacemos nos refugiamos en argumentos emocionales. Tal vez sea porque, como escribió el prolífico autor científico (y fideísta) Martin Gardner, el sentimiento religioso “lo entiendo tan poco como puede entender la ciencia la esencia de un fotón”.
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