«Once Upon a Time in Venezuela», el documental sobre un pueblo que no quiere desaparecer
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El Congo Mirador es de esos lugares en los que el foráneo siempre está pendiente del cielo. En la noche, es pantalla para estar atento a la promesa que se cumple. Allá arriba, la trama se llama Relámpago de Catatumbo, fenómeno meteorológico que consiste en decenas de centellas casi simultáneas que ocurren al sur del Lago de Maracaibo, estado Zulia.
Los destellos embelesan, y son motivos de expediciones de turistas que quieren ser testigos en la región de ese espectáculo natural de descargas.
La documentalista Anabel Rodríguez Ríos viajó en 2008 a ese poblado para ser una de las tantas personas en vivir la experiencia.
El lugar no es como otros. Ahí no hay asfalto ni tierra. No hay calles, sino canales de agua entre la que sobresalen estacas sobre las que están construidos los palafitos.
Poco a poco, Rodríguez Ríos fue conociendo a los pobladores y estuvo atenta a sus historias. Primero grabó un cortometraje documental llamado El galón (2012), sobre cómo los niños de la zona organizan carreras en pequeños botes que construyen con bidones para la gasolina.
Si desde esa ciudad se ha denunciado pobreza, en el sur, lejos de los vestigios de modernidad y urbanismo, la situación es mucho más calamitosa. La cineasta empezó a registrar las vivencias de unos pobladores que ven cómo el Congo Mirador dejó de ser ese pueblo que vivía de la pesca para ahora vivir en precariedad y en peligro de desaparecer.
Rodríguez Ríos es la directora del documental «Once Upon a Time in Venezuela», que competirá en el Festival de Sundance que se está llevando adelante en Utah hasta el 2 de febrero de 2020.
La película se adentra en la rutina de sus habitantes. El agua no sólo los rodea, sino que los conduce. Lo es todo. En el alba, los habitantes se lavan la cara y se cepillan los dientes en esa inmensidad. Una señora ofrece pastelitos sobre un bote en el que va de casa en casa. Los niños desde pequeños saben remar y pescar. Juegan, van al colegio. Los adultos, viven la faena que han aprendido de las generaciones anteriores.
En sus primeros minutos, además de mostrar la belleza natural y cómo la vida de estas personas se ha concatenado a todo lo que los rodea, hay también una muestra del fanatismo político, del mesianismo y sus consecuencias en la Venezuela del siglo XXI.
Hay dos personajes que llaman la atención. Primero está Tamara Villasmil, líder comunitaria leal al Partido Socialista Unido de Venezuela. Una de las habitaciones de su casa parece un templo dedicado a Hugo Chávez. Fotografías, afiches y hasta figuras del gobernante fallecido son muestra de su filiación política, que subraya en sus discursos y en su proceder. Organiza reuniones en las que recuerda al presidente y lo que considera sus enseñanzas. Se mantiene en la línea, sin chance para reflexión o crítica, y remarcando como dogmas cada una de las verdades oficiales.
Por otro lado está Nathalie Sánchez, la maestra de una escuela casi en ruinas. El futuro no tiene templo en el Congo Mirador. La joven, con la mirada melancólica de quien percibe imposible un mejor porvenir, asegura ser acosada políticamente. Dice que la quieren sacar del colegio solo por no coincidir con los dictámenes del poder.
“Siempre hubo esa inquietud en contar lo que nos ha hecho la polarización. Me propuse muchas veces hacer algo sobre mi familia, y la idea no tuvo resonancia. Pero cuando escuchamos lo que contaba la gente del lugar, dijimos que eso era lo que teníamos que trabajar”, cuenta la realizadora desde Viena, donde reside desde hace seis años.
Durante la proyección, surge un elemento que afecta a todos por igual, que no repara en ideología, posiciones o condiciones: la sedimentación, que se expande por los canales de agua, mermando sus niveles. El lodo empieza a tomar los espacios que antes eran navegables. “Sí, la sedimentación es como un antagonista, no lo había visto como un personaje, de esa forma”, señala Rodríguez Ríos sobre el documental, en el que también figura como guionista junto con Sepp R. Brudermann.
Es la amenaza. Los niños, empiezan incluso a dibujarla en el lugar donde antes todo era color azul. El marrón empieza a extenderse a la vista y en los pensamientos. Saben muy bien que la vida cambiará, que el futuro se convertirá en caminos de fango.
De hecho, «Once Upon a Time in Venezuela», muestra una vida de negligencias. Los niños encuentran tortugas, pero llenas de petróleo. Sirven para la sopa, dicen, pero esa mezcla negra recubre al posible alimento. Juegan en el agua, pero luego tienen que limpiarse los pies, que salen manchados.
El Lago de Maracaibo es el emblema de un estado que insufló a Venezuela en su efímera riqueza en arcas, pero que también padece la irresponsabilidad de una industria estatal venida a menos en experticia, control e inversión, con sus inevitables consecuencias en poblaciones pobres.
La predisposición política salpicó al equipo de la cineasta. “Al principio no podíamos ir a casa de Tamara porque éramos escuálidos”, dice la directora en referencia al término despectivo que Hugo Chávez usaba para referirse a quienes se oponían a su proyecto.
“Primero llegamos a una casa, pero con el tiempo, tuvieron que mudarla por la sedimentación. Nos quedamos entonces sin un lugar con el mínimo de condiciones. Por ejemplo, en el Congo Mirador no hay cañerías. En la casa de Tamara tampoco, pero había condiciones mejores que en el resto del pueblo. Y como ella fundamentalmente es una persona de negocios, accedió a recibirnos cada cierto tiempo”.
Natalie Sánchez, la maestra, trata de mantener en pie lo que queda de escuela, pero la esperanza es endeble cuando todo parece adverso. Fue de las que se alegró cuando el Poder Electoral anunció a la oposición como ganadora en las elecciones parlamentarias de 2015. Esa noche fue de júbilo. El chavismo probó la derrota y hubo fiesta en el Congo Mirador. “Ella es como una flor del pantano. Hay algo puro en esa muchacha. Claro, es una flor resentida, pero flor al fin”, en palabras de la directora.
Otra figura del documental es la joven Yohanni Navarro, quien deja la niñez para vivir una adolescencia en la que es común ser madre. “Recibe las consecuencias de ese mundo. Una niña que necesita amor y atención en medio de ese destino”, describe Rodríguez Ríos.
Once Upon a Time in Venezuela se desarrolla con una fotografía atinada a cargo de John Márquez y la música de Nascuy Linares, ambos fuera del país. Cuenta además con el apoyo de productoras del Reino Unido, Austria, Brasil y las compañías venezolanas Sancocho Público y Tres Cinematografía.
Cambio de visión
Con el tiempo, la documentalista fue conociendo a Tamara Villasmil, de quien logra grabaciones que muestran su temple y determinación para ejercer como líder. El espectador verá en ella a un personaje que puede resultar vil, pero paulatinamente se preguntará si también es víctima de un sistema.
“Yo estaba muy pegada a la maestra y a Yohanni. A una historia muy anclada a ellas y a los niños, y cómo eran presionados por esta señora, que es chavista. Pero cuando conozco el otro lado, y vivo con Tamara, veo cómo son las cosas. Me doy cuenta de que esa señora, a pesar de las cosas terribles y corruptas, está haciendo algo. Es cierto que está envalentonada por ser del partido, pero pude ver en qué lugar de la cadena estaba. Como muchos, es una persona llevada por las circunstancias. Pero mi rabia, por decirlo de una forma, es hacia los señores que están en el poder. Entendí que el totalitarismo es un proceso”, explica la directora.
Inicialmente, la película se iba a llamar El último año del Congo Mirador, pero a Tamara Villasmil no le gustaba la idea. “Prefería Congo Mirador, el pueblo que se niega a morir. Consideraba que la película era una manera de ayudar a que algo pasara con el pueblito. Ella me parece fascinante como persona y como personaje. Tiene muchas facetas”.
La líder es regia y contundente. En el documental se ve cómo es una persona acomodada, cuando se compara con el resto, incluso es dueña de ganado en otras localidades. Pero también está registrado su afán por ser escuchada por las autoridades. Incluso viaja hasta Maracaibo para reunirse con el entonces gobernador Francisco Arias Cárdenas, quien fue uno de los que junto con Hugo Chávez intentó dar el golpe de Estado en 1992. A él le expone los problemas del pueblo. Pide ayuda. El político promete.
“En el tema de la división en la que estamos, nosotros somos los que hemos perdido. Son muy fuertes las consecuencias de un sistema totalitario”, asevera la directora.
El documental es una trama de metáforas que hacen que el espectador se vea en un espejo, se cuestione ideas y perspectivas. Hay escenas que muestran un barco de vapor que lleva por nombre Venezuela. Está encallado desde más de 60 años, rodeado de maleza. Desvencijado, da indicios de haber vivido una época gloriosa.
“Es un barco mítico para la gente del sur del lago. Estaba convencida de que teníamos que ir a verlo. Al principio, no lo vinculaba como parte de la historia, pero al momento de editar, el barco estuvo en todas partes. Te puedo asegurar que es tremenda metáfora en una historia sobre lo que pasa con los venezolanos en estos momentos. Es difícil ver un barco de 14 metros, desvalijado y no preguntarse qué pasó para que más nadie lo quisiera y terminara así”.
Otras imágenes que quedan en mente son las de la partida, la de aquellos habitantes que hastiados de la situación, se van incluso con la casa, encima de botes que sirven de remolque; navegan a poblaciones cercanas en las que puedan instalar su palafito. Futuro incierto.
Con el público
Once Upon a Time in Venezuela compite en la categoría World Cinema Documentary Competition del Festival de Sundance. La primera proyección en el certamen será el lunes 27 de enero. Luego habrá cuatro más durante los días de la muestra.
“Quisiera que la vean muchos venezolanos. Me gustaría que no juzgaran a nadie, sobre todo a Tamara, a quien es tan fácil odiar”, expresa Rodríguez Ríos.
Después de su paso por Sundance, a mediados de febrero podrá anunciar de la participación de la película en un festival latinoamericano, así como en otros certámenes.
Está previsto que se proyecte también en Venezuela, donde Gran Cine será el distribuidor. La realizadora espera que sea en la cartelera comercial, así como en cine-foros y otros espacios para el debate. “Deseo que este documental conmueva a los venezolanos y a los latinoamericanos, que los lleve a la reflexión sobre estos tiempos. Lo que vemos en pantalla está ocurriendo en muchas partes del mundo”, asevera la realizadora.
Anabel Rodríguez Ríos recuerda un artículo escrito en el diario Tal Cual por Rafael Uzcátegui, quien se refiere al daño antropológico a los venezolanos. En el texto, el coordinador de la ONG Provea cita a autores que desentrañan cómo en Cuba la intervención estatal ha trastocado las relaciones sociales y la psiquis de las personas. “Ese término me gustó mucho. Pone el dedo en la llaga en el tema sobre cómo actualmente nos vinculamos entre nosotros. Muchas veces me cuestioné, creo que a todos los documentalistas nos pasa, sobre el hecho de salvar a alguien o algo con la película. Pero hay arrogancia en ese pensamiento. Creo que la mayor responsabilidad es contar lo que ocurre de la mejor manera posible. En nuestro caso, una cultura que se disuelve, o que está cambiando”, concluye la cineasta.
Fuente La Patilla