Migrantes internos ganan terreno en la informalidad
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La mayoría de puestos informales armados en San Antonio del Táchira están ocupados por migrantes internos —personas que vienen de otros estados de Venezuela en busca de mejores oportunidades—. En La Parada, Colombia, el escenario es similar, los vendedores viven del lado venezolano, pero laboran en piso neogranadino, reseña La Nación.
Estos grupos tienen varios años asentados en la frontera, aguantaron la desolación generada por la pandemia, se reinventaron dentro del mismo nicho informal para sobrevivir y, en la actualidad, retornaron a sus antiguos puestos para buscar las ganancias aportadas por el flujo de ciudadanos que entra y sale de Venezuela.
Desde la reactivación del paso peatonal por el puente internacional Simón Bolívar, el pasado 25 de octubre, el número de informales establecidos ha ido en ascenso. Las calles cercanas a la avenida Venezuela, en el municipio Bolívar, o la vía cercana al tramo binacional, en La Parada, en Villa del Rosario, lo evidencian.
Los productos que ofrecen son variados. Algunos se enfocan en las chucherías, cigarros, refrescos y agua, siendo las bebidas las que más salen frente al abrasador sol de la frontera. Hay horas en las que el “catire”, como también se le llama a esta estrella, raya en lo fatigoso e insoportable, lo que empuja al transeúnte a buscar cómo calmar la sed generada.
También están los que venden desayunos variados: el famoso tequeño, relleno de queso; la infaltable empanada, la tradicional papa rellena y los reconocidos pastelitos. Estas comidas salen, sobre todo, en horas de la mañana, cuando el ciudadano que arriba a frontera, lo primero que hace es buscar dónde tomar el desayuno.
En la calle 4, con carrera 5, a escasos metros de la avenida Venezuela, pululan los vendedores informales. La mayoría, al preguntarle de dónde proviene, recalcaba que no eran del Táchira. Un buen grupo es de Yaracuy, otro de Miranda, Caracas y Aragua. En esa vía, cientos de personas cruzan a diario para llegar a la avenida y, posteriormente, al paso formal.
Los gritos de los vendedores se confunden con quienes ofrecen servicios de transporte -legalmente constituido y pirata- en la reconocida arteria vial que conecta con la aduana principal de la ciudad. San Cristóbal es el destino más frecuente de quienes retornan a Venezuela. Desde ahí se embarcan a otros destinos del país o de la misma región andina.
En las cercanías al puente internacional, detrás de las vallas metálicas, lado colombiano, se observa el primer grupo de vendedores. Todos son venezolanos y ofrecen frutas -manzanas, peras y mandarinas-, o el muy solicitado bocadillo, ya sea de guayaba o combinado, así como las tradicionales bebidas para saciar la sed generada por el intenso calor de la zona.
Ya más adentro, en el corazón de La Parada, los puestos abundan y los productos exhibidos varían en cada tarantín improvisado. Las transeúntes se detienen, miran, preguntan el precio y, dependiendo del valor y de la urgencia, deciden si adquieren o no el producto. No se detienen.
“Tuve que trabajar en la trocha”
Flor María Abril, de 29 años, tiene seis años en la frontera colombo-venezolana. Hace más de un lustro abandonó su tierra, Puerto La Cruz, bajo la compañía, amparo y bendición de su madre. En ese entonces, su primogénito estaba de brazos. El cambio fue duro, pero ha resistido los embates.
Para Abril, lo más difícil ha sido enfrentarse al tiempo de pandemia. Con el cierre de los puentes binacionales, el pasado 14 de marzo de 2020, su vida cambió drásticamente. Se vio de manos cruzadas, pues por el tramo formal ya no circulaban los venezolanos, su principal clientela.
La necesidad la llevó a adentrarse a las trochas, donde por más de un año estableció su puesto: “vendía tapabocas y antibacterial”, dijo, al tiempo que relataba las peripecias que pasó: “cuando no era la policía que lo corría a uno, era algún conflicto que nos hacía salir de la zona”, agregó.
La joven tiene dos niños, uno se seis y otro de un año. El menor nació en frontera. “Cuando llegué, hace seis años, vendía limonada y dulces, era un poco más rentable por el gran flujo de gente que había en ese entonces”, prosiguió, para luego dejar claro que siempre ha vivido en San Antonio, en un sitio en alquiler, que paga junto a su progenitora.
Ya Abril dejó las trochas y se instaló, nuevamente, en las cercanías del puente Simón Bolívar, donde también ofrece tapabocas y antibacterial. Se le ve más tranquila. En su regazo tenía a su niño menor; el mayor, quien estudia en Villa del Rosario, estaba con su abuela. “Mi mamá me presta mucho apoyo, siempre estamos juntas”, soltó.
“Vivo en San Antonio. El alquiler es casi lo mismo, con la diferencia que los servicios no los incluyen, y lo hace un poco más económico. Lo más difícil que he vivido acá es el tiempo de pandemia, ya que no pude estar aquí”, reiteró mientras vendía dos paquetes de tapabocas, cada uno en 5 mil pesos.
Cuando la vendedora informal laboraba por los caminos verdes, “la venta era poca, pues por allí nadie está pendiente de que se use el tapaboca. Ya por el puente es diferente, pues su uso es obligatorio y las autoridades siempre lo andan recordando”, apuntó, sentada en una acera y muy pendiente de su tarantín.
Abril ruega porque el dinamismo por el tramo no se detenga, que la pandemia no vuelva a provocar un cierre del puente, pues ve más cómodo el tener que trabajar en este punto y no en las trochas… No ha regresado a su ciudad natal, lo anhela y visualiza. “No es fácil estar acá, no era como lo pintaban, pero reconozco que se hace más y se puede vivir”.
La chica, cuando salió de su hogar, llevaba consigo el título de técnico en Higiene y Seguridad. Nunca pudo ejercer. “Mi mamá es colombiana de nacimiento y le ha constado reinsertarse, tras más de 40 años viviendo en Venezuela, ahora que regresó a su país”, subrayó a modo de colofón.
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