Michelle Obama cumple 60 años entre especulaciones sobre su futuro
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Graduada en Princeton y Harvard, es la celebridad más popular de los Estados Unidos, por delante de Oprah Winfrey, y la política con mejor imagen, sólo detrás de su marido.
Por estos días, el deseo de muchos demócratas volvió a tomar la forma de una pregunta concreta: ¿puede Michelle Obama ser la próxima presidenta de los Estados Unidos? Si los rumores se confirmaran y la ex primera dama (2009-2017) desplazara a Joe Biden en la carrera contra Donald Trump, la abogada graduada en Princeton y Harvard podría convertirse también en la primera mujer al frente del ejecutivo de la primera potencia mundial.
Las especulaciones surgieron luego de que la mujer de Barack Obama participó del podcast On Purpose y le dijo al conductor Jay Shetty que estaba “aterrada” por lo que pudiera pasar en las elecciones de noviembre: “Nuestros líderes importan; a quién elegimos, quien habla por nosotros y quien tiene ese púlpito nos afecta en formas que a veces la gente da por hechas […]. Y lamentablemente no podemos dar por hecha a la democracia”.
No hizo ningún anuncio, pero sólo con presentarse a decir algo en un medio cuando no está promocionando un libro, ni una película –Dejar el mundo atrás, la versión del apocalipsis que produjo con su marido para Netflix lideró la audiencia y las conversaciones desde su estreno en octubre pasado–, dicen los analistas, podría estar hablando de las aspiraciones de regresar a la Casa Blanca del matrimonio político más popular de las últimas décadas. La ley dispone que el ex presidente –que está tres puntos por encima de la imagen positiva de la madre de sus hijas– no puede volver a ocupar el cargo, pero Michelle, con 86% de adhesión, supera con creces a Biden y a Kamala Harris y se convirtió en una alternativa con posibilidades reales de hacerle frente a Trump.
Desde el principio estuvo claro que esa chica criada en una familia trabajadora del Sur de Chicago por padres que la formaron para que no tuviera miedo a expresar sus opiniones no era ni estaba dispuesta a ser la mujer detrás del hombre, aunque ese hombre fuera el presidente de los Estados Unidos. Nacida como Michelle LaVaughn Robinson el 17 de enero de 1964, es hija de un empleado de la planta de agua local y delegado demócrata -Fraser Robinson, que murió en 1991- y de Marian Shields, una secretaria y ama de casa de la que aún recibe consejos. En su casa jamás le hablaron del pasado de esclavitud de sus ancestros ni del avance de la esclerosis múltiple que minaba la salud y las capacidades de su padre hasta que fue lo suficientemente mayor para entenderlo y dar batalla -entre otras cosas- contra un sistema de salud excluyente y discriminatorio. Esa lucha se transformó en una de sus primeras obsesiones.
Pero antes de eso, sus aspiraciones eran simples. Quería un perro. Una casa con escaleras. Dejar de compartir el cuarto con su hermano Craig. Solía decirle a la gente que cuando fuera grande iba a ser pediatra, porque se dio cuenta pronto de que era una respuesta que a los adultos les gustaba. “Ahora sé que es una de las preguntas más inútiles que un adulto puede hacerle a un niño -dice en su autobiografía, Becoming (2018)-. ‘¿Qué querés ser cuando seas grande?’, preguntan, como si crecer fuera algo finito. Como si en algún punto te convirtieras en alguien y ese fuera el final”.
Aún conserva el don para captar lo que los demás quieren escuchar: con más de 17 millones de ejemplares vendidos, sus memorias, publicadas por Penguin Random House, se convirtieron en uno de los mayores best sellers de la historia. Michelle Obama es hoy según las encuestas la mujer más admirada de los Estados Unidos, por delante de la reina de la televisión, Oprah Winfrey, además de la sexta persona más popular de todos los ámbitos y la segunda más famosa en su país, sólo debajo de su marido. Los analistas dicen que lo que cautiva en ella es su inteligencia, y también que se muestre genuina y cercana, sobre todo desde que se liberó del protocolo asociado con ser la esposa del hombre más poderoso del planeta. “A veces dicen que soy la mujer más popular del mundo, a veces que soy una mujer negra enojada. No sé qué parte de esa frase les molesta más, ¿que sea negra? ¿que esté enojada? ¿que sea mujer?”, se pregunta también en Becoming, al que le siguió otro éxito de ventas, Con luz propia (2022).
La equidad de género es otra de sus cruzadas y un tema que trabajó especialmente en sus años como primera dama. “Desearía que las chicas pudieran fallar tanto como los tipos y que esté todo bien. Porque ver a los varones fallar es frustrante: ellos fallan y ganan y nosotras nos acostumbramos a esos estándares ridículos”, es algo que suele repetir en las conferencias con su tono auténtico y personal. Es que, fuera de las fotos producidas para Instagram y los consejos de jardinería, es lo real en ella lo que la vuelve tan popular en una época en la que es difícil creerle a los políticos y a las celebridades: como cuando se abrazó con George Bush (h) y dijo que lo amaba hasta la muerte porque es su compañero de asiento –”y de crímenes”– en todos los actos, o cuando contó que lloró descontroladamente el día de la asunción de Trump. También cuando reveló, después de participar en una ceremonia de los Grammy en la que fue tan aplaudida como Lady Gaga y Jennifer López, que su madre, Marian, de 81 años, le mandó esa noche un mensaje por Whatsapp: “Sí, a vos te vi, pero… ¿conociste alguna estrella verdadera?”.
La estrella de Michelle se hizo notar en su paso por Princeton, donde se graduó en Sociología con especialización en Estudios Afro-americanos y una tesis titulada “Los negros educados en Princeton frente a la comunidad negra”. Es que la universidad fue el lugar donde conoció por primera vez y en carne propia las tensiones raciales persistentes más allá del empeño de su familia en pintarle un mundo inclusivo, empezando porque la madre de su compañera de cuarto blanca pidió que la cambiaran a otro lugar del campus en cuanto supo que su hija iba a dormir con una alumna negra.
Según su biógrafa, Alma Bond (Michelle Obama, una biografía; 2012), para cuando llegó a Harvard ya no pedía permiso: “Estaba convencida de que se había ganado su lugar en la escuela de Derecho”. También había decidido abrazar su historia y su identidad; quería ser todo -dice el biógrafo de su marido David Remnick-: “Brillante y negra”. Y quería enfocarse sólo en su carrera.
Estaba haciendo exactamente eso, ser brillante y una de las poquísimas pasantes de color en el estudio de abogados Sidley Austin, en Chicago, cuando le asignaron la tarea de mentorear a otro joven negro contratado para un trabajo de verano en la firma por su excepcional desempeño en la universidad. “Barack Obama llegó tarde a su primer día”, escribe en Becoming, y cuenta que ya le habían adelantado que, además de inteligente, el pasante que tendría a cargo era bastante lindo. Dice que no se lo creyó del todo: “En mi opinión, si le ponés un traje a cualquier chico negro más o menos piola, los blancos se vuelven locos”. Lo había buscado en el álbum del staff: “Una foto poco favorecedora de un tipo con pinta de nerd y con una sonrisa enorme”. Y claro, no se había conmovido especialmente. En cambio sí quedó sorprendida cuando lo llamó para presentarse y le escuchó la voz “potente y hasta sexy, que nada tenía que ver con su foto”.
Ese día, después de esperarlo y atender sus excusas, lo llevó a recorrer las oficinas del estudio y a almorzar en el coqueto restaurante del edificio. Se dio cuenta enseguida de que Barack no iba a necesitar demasiada ayuda para adaptarse: “Me llevaba tres años y ya había trabajado bastante después de terminar su carrera de grado en Columbia y mudarse a la escuela de Leyes de Harvard”. En ese almuerzo él le contó que tenía un padre keniata y una madre blanca que se habían casado muy jóvenes y habían durado muy poco juntos, que era nacido y criado en Honolulu, y que su estadía en Manhattan había sido atípica para alguien de su edad: “Encerrado y estudiando como un eremita del siglo XVI, leyendo literatura y filosofía, escribiendo mala poesía y ayunando los domingos”. Michelle también descubrió entre risas que el pasante era “liviano en sus modales, pero de mente poderosa; serio, pero sin tomarse tan en serio a él mismo”. Además, conocía Chicago casi tanto como ella, porque antes de entrar a Harvard había hecho tres años de trabajo social comunitario en la ciudad de los vientos.
“Pese a mi resistencia por todo el aspaviento que habían hecho a su alrededor, me encontré admirando a Barack por su seguridad y su franqueza. Era refrescante, poco convencional, extrañamente elegante”, escribe Michelle, y dice que de todos modos en ningún momento se le cruzó por la cabeza salir con ese pasante; apenas pensó que sería una buen compañero por el verano. Desde entonces tuvieron una especie de rutina por la que él iba a su oficina cada tarde, se sentaba en una silla y charlaban como si se conocieran de toda la vida. Dice que ella ya sabía que algo había cambiado entre ellos una de esas tardes, cuando él le dijo: “Deberíamos salir”.
“¿Quiénes, nosotros? Yo no voy a citas y además soy tu consejera”, se negó ella con firmeza. “Bueno, pero no sos mi jefa. Y sos muy linda”, se sonrió él, “con una sonrisa más ancha que su cara”. Durante los días que siguieron, Barack se dedicó a exponer la evidencia de por qué estaba en lo cierto: “Éramos compatibles, nos hacíamos reír, estábamos disponibles y perdíamos el interés casi instantáneamente por cualquier otra persona. Y en el estudio a nadie iba a importarle si estábamos juntos, al revés, ¡hasta podría sumarnos puntos!”. Ya no pudo oponer argumentos ni se resistió a besarlo la noche en que lo llevó a su casa tras un evento del trabajo. Fue el inicio de un romance que lleva más de treinta años y de la construcción de una de las parejas más poderosas de todos los tiempos, la personificación moderna del sueño americano.
Se casaron en octubre de 1992 y, después de perder un primer embarazo, tuvieron a Malia (nacida en 1998) y a Sasha (2001) por fertilización asistida. Se quedaron viviendo en Chicago, donde él daba clases en la universidad mientras ascendía en su carrera política. Ella también comenzó a trabajar como decana asociada de Asuntos Estudiantiles en la Universidad de Chicago, y se involucró especialmente con la política sanitaria hasta quedar a cargo de los asuntos internos y externos de los hospitales universitarios. Todavía estaba en esa posición cuando su marido comenzó la campaña por la presidencia, en 2008, aunque llevaba años liderando su equipo de fundraising. No fue difícil que la opinión pública se fascinara con esa mujer que escribía sus propios discursos y se dirigía a las audiencias más diversas sin necesidad de leer. Para la campaña por la reelección, la prensa ya la señalaba como la figura más destacada del gobierno de su marido.
A la vez, trabajó su lado más cercano dando notas en revistas femeninas más que en programas políticos y apropiándose de un estilo que marcó tendencia en la moda: informal, práctica, trabajadora, pero sin nunca perder la chispa glamorosa de esa chica que soñaba con una escalera y un cuarto propio en un suburbio negro de Chicago. Una “estrella verdadera” en su sentido más puro: brillante y genuina, brillante y real, brillante y negra. La misma estrella con la que rompió el molde de la compañera discreta que se suponía que le reservaba la historia, una vez que Barack llegó a la presidencia. La misma con la que hoy se ilusionan los que esperan que, con 60 años, pronto lance su propia candidatura.
Con información de infobae.com
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