Mañana se cumplen cien años del día en que Rusia dejó de ser una monarquía
EFE
Con la abdicación hace mañana un siglo de Nicolás II, el último zar de la dinastía Romanov, Rusia dejó de ser una monarquía, vacío de poder que fue aprovechado por los bolcheviques para organizar una revolución y tomar el poder.
«El emperador de todas las Rusias es un monarca autócrata, con poderes ilimitados. Se le obedece no por temor, sino por deber; Dios lo ordena», decía el artículo 1 de la ley fundamental del Estado ruso.
Hoy, cien años después, pocos son los rusos que apoyarían la reinstauración de la monarquía y, de hecho, un tercio de ellos aún valora positivamente la labor de dirigentes soviéticos como Lenin, cuyo mausoleo aún nadie ha retirado de la Plaza Roja, o Stalin.
El presidente de Rusia, Vladimir Putin, que se encuentra en la cima de una pirámide política presidencialista, en la que la Duma, como en tiempos de Nicolás II, es un órgano puramente consultivo, es visto por los rusos como un nuevo zar, aunque más al estilo de Iván el Terrible o Pedro El Grande.
Al igual que los zares, Putin se apoya en la Iglesia, a la hora de promover los valores tradicionales ante el relativismo moral occidental, y el Ejército, con el que defiende los intereses nacionales, desde Kaliningrado a las Kuriles y desde Crimea a Siria.
El trasnochado absolutismo de los zares rusos se volvió insoportable, para sus súbditos y para el resto de países europeos, donde la democracia y el parlamentarismo eran ya moneda corriente.
Los expertos consideran que Putin está cometiendo ahora los mismos errores que el último zar, ya que, además de intentar perpetuarse en el Kremlin hasta 2024, no sólo no ha introducido reformas políticas, sino que sus últimos años de mandato Rusia ha experimentado una involución democrática.
Sólo después del Domingo Sangriento (1905) -las protestas pacíficas ante el Palacio de Invierno que fueron violentamente reprimidas-, Nicolás II aceptó tímidamente introducir reformas para la creación de una monarquía parlamentaria.
Aceptó a regañadientes limitar sus poderes ilimitados al permitir la apertura de una Duma, aunque nunca creyó en ella y acabó por disolverla, convencido de que su misión vital era traspasar intacta la autocracia divina a su heredero, Alexis, enfermo de hemofilia.
El zar intentó satisfacer a todos y acabó perdiendo el favor, no sólo de su pueblo, sino de la aristocracia, la burguesía, la Iglesia, el Ejército, la prensa, las clases cultas, los judíos y casi todo el espectro de la clase política rusa, desde liberales a socialistas.
El entorno exterior tampoco le benefició, ya que la derrota ante Japón, causada en gran medida por sus delirios de grandeza naval, le distanció definitivamente de su pueblo y el estallido de la Primera Guerra Mundial acabaron por demostrar la debilidad del Imperio Ruso.
Precisamente, las reformas capitalistas, que convirtieron a Rusia en una potencia industrial, despertaron la conciencia obrera de un pueblo tradicionalmente rural, campesino y supersticioso, y el zarismo no tuvo respuesta.
León Tolstói le avisó en vano para que atendiera las demandas del pueblo: «Se podría frenar antes el curso de un río que el eterno movimiento hacia adelante de la Humanidad establecido por Dios».
Aunque ya había habido otros atentados, como el que le costó la vida al zar Alejandro II (1881) y al primer ministro, Piotr Stolypin (1911), la muerte de Rasputin (1916) fue la puntilla para la monarquía rusa.
Y es que no fueron los anarquistas o los nihilistas los que mataron al confesor de la familia imperial, sino los nobles que con ese golpe palaciego únicamente dieron rienda suelta a una serie de cataclismos históricos que marcaron la historia del siglo XX.
A partir de ahí, el zarismo tenía los días contados, pero nadie imaginaba que los acontecimientos terminarían con la llegada al poder de los bolcheviques (1917) y el fusilamiento de la familia real en 1918.
El zar renunció al trono después de que la Revolución de Febrero pusiera en el mismo bando a los obreros, burgueses y soldados, y los manifestantes izaran «el trapo rojo», como lo llamó un testigo francés, en el Palacio de Invierno, mientras cantaban la Marsellesa y coreaban la palabra «república».
La suerte de Nicolás II sirvió de aviso para otros monarcas europeos que aún no habían entendido que el poder omnímodo era cosa del pasado y que la democracia popular era imparable.
Los bolcheviques intentaron borrar toda huella del pasado imperial, pero en cuanto cayó la Unión Soviética en 1991, el culto a los zares regresó con fuerza, más aún después de que se hallaran sus restos cerca de Yekaterimburgo.
La Iglesia Ortodoxa santificó a la familia real y tanto Boris Yeltsin, el primer presidente democráticamente elegido en la historia de Rusia, como su sucesor, Vladímir Putin, han sido partícipes del nuevo credo.
Los descendientes del último zar, María Románova, y su hijo Gueorgui, residen en España y no pierden la esperanza de que la institución monárquica juegue algún papel en el futuro de Rusia.