La historia de amor de Luis Suárez y Sofía Balbi
800 Noticias / Foto referencial
Luis Suárez tenía 15 años y el futuro se le antojaba tan lejano como improbable. A menudo se veía inmerso en peleas callejeras o gastando el tiempo en cosas que no llevaban a ningún lado. Todo cambió un día de octubre de 2002, en Montevideo.
Él estaba trabajando con su abuelo en el estacionamiento donde cuidaban autos, un oficio que hacía más por compromiso que por pasión. Entonces apareció ella. Una chica de cabello rubio, de 13 años, que lo cautivó. Se trataba de Sofía Balbi, la hija de un empleado de banco, que había llegado para quedarse en su vida.
Los padres de Sofía notaron la devoción con la que aquel adolescente con sueños de futbolista y una sonrisa franca se plantaba en la puerta de su casa. En ese entonces, el propio Suárez pasaba por uno de los peores momentos de su vida. Sus padres se habían separado, su madre luchaba por sacar adelante a cinco hijos, y él había perdido el rumbo. “Ella no es la que me marcó el camino, sino la que me ayudó a corregirme, a darme cuenta quiénes eran mis amigos y quiénes no”, escribió Luis en su biografía, reconociendo que, sin Sofía, su historia sería completamente diferente.
“Era un adiós, un gusto haberte conocido”, recordaría él muchos años después. La despedida no fue de aquellas con la esperanza de un pronto reencuentro, sino un corte abrupto, como si el destino los obligara a separarse. Hubo lágrimas contenidas y miradas fijas en el suelo.
Luis quedó allí, observando el horizonte vacío. “Lloré terriblemente”, confesaría más tarde. Fue como si, en ese momento, todos sus sueños también se fueran con Sofía. La chica que lo había ayudado a encontrar un propósito en la vida, a enfocarse en su pasión por el fútbol y a alejarse de las malas compañías, ahora se iba.
Después de aquel día, todo pareció venirse abajo. Luis volvió a su rutina, pero nada era igual. Perdió interés en entrenar, dejó de asistir a las prácticas y se desanimó. Sin Sofía, el fútbol no tenía sentido. Sin ella, el balón ya no encontraba la red con la misma facilidad.
Sin embargo, una tarde, mientras revisaba su correo en un café de Montevideo, encontró un mensaje de Sofía. Eran apenas unas líneas, pero el corazón le latió con fuerza al leerlas. Ella le contaba cómo era su nueva vida en España, lo mucho que extrañaba Uruguay y, sobre todo, cuánto lo extrañaba a él.
Ese pequeño mensaje se convirtió en el faro que lo sacó de la oscuridad. A partir de ahí, el ciberespacio se convirtió en su refugio. Pasaban horas frente a la computadora, riéndose como si aún estuvieran sentados en el parque de Montevideo. Sofía lo alentaba a seguir con el fútbol, a no darse por vencido, a creer en el sueño de llegar a Europa.
Luis, en medio de una conexión de internet inestable y un teclado desgastado, le hizo una promesa: “Voy a ser un gran futbolista, Sofi. Iré a jugar a Europa para volver a verte, casarme contigo y tener hijos. Hasta ganaré tanto que el dinero nunca será un problema”.
Pero las palabras, por más sinceras que fueran, necesitaban de acciones. Y así, un día, mientras se entrenaba solo en una cancha vacía, Luis recordó una frase que su entrenador, Ricardo Murmullo Perdomo, le había repetido hasta el cansancio: “O centras tu vida o te vas de aquí”. Decidió enfocarse, recuperó su lugar en el equipo juvenil de Nacional y, con cada gol que anotaba, parecía estar gritando al viento: “¡Esto es por vos, Sofía!”
Cuando finalmente lo contrataron en el Groningen de Holanda, a los 19 años, lo primero que hizo fue conseguir una manera de viajar a Barcelona. Quería demostrarle a Sofía que sus promesas no eran palabras vacías. Llegó un viernes lluvioso y, cuando la vio en la puerta del aeropuerto, su corazón casi se detiene. Ella estaba más alta, su cabello más largo, pero la sonrisa era la misma de siempre. Se abrazaron con la fuerza de dos almas que habían soportado una prueba que muchos habrían fallado.
“Nos dimos cuenta de que éramos el uno para el otro”, escribiría Suárez en su biografía, rememorando aquel reencuentro que selló sus destinos.
Lucho bajó del avión en Holanda con una valija cargada de ropa y un corazón ansioso. Era 2006, y por primera vez en su vida había cruzado el océano para cumplir su promesa. Lo contrataron en el Groningen, un club modesto, pero la verdadera razón de su sonrisa no era el contrato ni la oportunidad profesional: estaba más cerca de Sofía. Los 10.000 kilómetros que antes los separaban se habían reducido a 1.350, una distancia que ahora parecía insignificante.
Las primeras semanas allí fueron una mezcla de entusiasmo y soledad. Luis no hablaba ni una palabra de holandés y apenas entendía el inglés básico que se usaba en el equipo. Vivía en un pequeño departamento en el centro de la ciudad, decorado con lo justo y necesario. Las paredes blancas y vacías acentuaban la sensación de soledad, especialmente cuando volvía a casa después de entrenar y se enfrentaba al silencio. Era entonces cuando su mente viajaba a Barcelona, a los días de sol caminando con Sofía por la rambla de Montevideo, a las risas compartidas bajo la sombra de un árbol. Todo parecía tan lejano y, al mismo tiempo, tan presente.
No tardó en tomar una decisión: viajaría a verla. Compró un boleto de tren y, con la ansiedad de un niño en la víspera de Navidad, recorrió los 1.350 kilómetros hasta la ciudad donde ella había comenzado su nueva vida. Cuando llegó a la estación de Sants en Barcelona, el corazón le latía con tanta fuerza que temía que se le escapara del pecho.
“Ese reencuentro lo cambió todo”, diría años después. Ella estaba esperándolo en el andén, con el cabello despeinado por el viento y una sonrisa tan amplia que parecía iluminar la estación entera. Corrieron hacia el otro y se abrazaron como si todo el tiempo que habían estado separados se comprimiera en ese instante.
Sofía lo miró con una mezcla de incredulidad y ternura. “¿A vivir juntos a Holanda?” Luis asintió, decidido. No le importaba que no supieran holandés, que no tuvieran amigos allá, que tuvieran que empezar de cero. Solo quería estar con ella. Sofía no respondió de inmediato, pero el brillo en sus ojos le dio la esperanza que necesitaba.
Cuando ella finalmente aceptó, quedaba el escollo de los padres de Sofía. Luis, con la convicción propia de quien se juega el todo por el todo, se plantó ante ellos en el comedor de la casa de los Balbi y les pidió que confiaran en él. “Yo le daré estabilidad”, les dijo con una seriedad que desentonaba con su edad. Había cruzado océanos, renunciado a sus comodidades y soportado la soledad en un país extraño. Todo por ella. “Nunca le faltará nada, se los prometo”.
Contra todo pronóstico, lo lograron. Sofía dejó su hogar y se subió a un avión con Luis. Se mudaron juntos a un pequeño departamento en Groningen. El Pistolero se aferró a ella como un náufrago a su salvavidas. En el equipo aún luchaba por hacerse un nombre. La veía esperándolo a la salida del estadio, todo el esfuerzo valía la pena.
Sofía no solo se adaptó; se convirtió en su mayor soporte. Aprendió holandés rápidamente y era quien negociaba con el casero o pedía indicaciones cuando se perdían en bicicleta por la ciudad. Él, por otro lado, luchaba en el campo y fuera de él, intentando no defraudar la confianza de la única persona que creía en él incondicionalmente.
“Ella era mi estabilidad, mi casa”, comentó en una entrevista. “No sé si habría podido seguir adelante sin su apoyo”, supo comentar. Allí fue donde decidieron dar el siguiente paso: casarse. Fue una ceremonia íntima en 2009, sin lujos ni prensa. Solo dos chicos enamorados, aferrándose a su promesa compartida.
Después de la boda, el Ajax de Ámsterdam lo fichó, y su carrera despegó definitivamente. Con cada gol que marcaba, levantaba la vista al cielo, besaba la alianza en su mano derecha y se tocaba tres dedos, en alusión a su esposa y, más adelante, a sus hijos. En la cancha era feroz, implacable, pero al salir del campo siempre buscaba la mirada de Sofía en la tribuna. Porque, a pesar de estar bajo las luces de los estadios europeos, Suárez nunca dejó de ser ese chico de Montevideo que se enamoró de la hija de un empleado de banco y cruzó el mundo para no perderla.
Cuando dieron el sí, Luis tenía 22 años y Sofía apenas 19, pero la madurez de ambos contrastaba con sus rostros jóvenes. “Ella siempre estuvo a mi lado, en los momentos difíciles, en los buenos… Siempre. Este paso era lo natural, lo que los dos queríamos,” declaró Suárez en una entrevista en Ámsterdam, poco después de la boda. El uruguayo había sido fichado por el Ajax y ya se perfilaba como uno de los talentos más prometedores de Europa. Sin embargo, en cada entrevista, en cada declaración, repetía una y otra vez el nombre de Sofía, como si fuera un mantra que lo mantenía centrado.
El primer gran cambio en sus vidas vino un año después de la boda. Sofía quedó embarazada, y la noticia llenó de alegría a la pareja. “Estábamos nerviosos, como cualquier padre primerizo, pero también muy ilusionados”, contó Suárez en su biografía. A finales de 2010, nació Delfina, su primera hija.
A Delfina le siguió Benjamín, en 2013, y luego Lautaro, en 2018. Cada nacimiento fue una celebración, no solo por la llegada de un nuevo miembro a la familia, sino porque significaba la consolidación de un proyecto que había comenzado años atrás, en un estacionamiento de Montevideo.
A medida que su familia crecía, también lo hacía la fama de Suárez. El Liverpool lo fichó en 2011 y, tres años más tarde, llegó la llamada que cambiaría su vida: el Fútbol Club Barcelona lo quería en sus filas. Pero el traslado no fue sencillo. Unos meses antes, durante el Mundial de 2014, Suárez protagonizó una de las mayores controversias de su carrera: el famoso mordisco a Giorgio Chiellini, defensor italiano, que le costó una sanción de cuatro meses sin jugar.
El escándalo desató una tormenta mediática. La prensa internacional lo condenó, lo llamaron “El Caníbal”, y su imagen fue duramente cuestionada. En medio del caos, Suárez encontró refugio en su familia.
Mientras Suárez cumplía la sanción, la pareja se instaló en Barcelona. Allí, Sofía jugó un papel crucial para que la adaptación fuera más rápida y menos dolorosa. “Ella fue mi sostén en ese momento, nunca dejó que me derrumbara”, confesaría él años más tarde, reconociendo que, sin su apoyo, la presión habría sido insoportable.
Cuando finalmente debutó con el conjunto blaugrana, en octubre de 2014, lo hizo con el hambre de gloria que tenía aquel adolescente que viajaba en bicicleta para ver a Sofía. Los goles llegaron, y junto a ellos, la consagración: títulos de liga, copas y la tan ansiada Champions League, en compañía de sus dos nuevos amigos: Lionel Messi y Neymar. En ese contexto, se generó una relación simbiótica con la familia del argentino; con el propio delantero, Antonela Roccuzzo, Thiago, Mateo y Ciro. De hecho, hoy conviven todos en Miami, donde las estrellas brillan en el Inter y los primogénitos son compañeros en la Academia de la franquicia.
En 2019, la pareja celebró su décimo aniversario de bodas. Decidió hacer una fiesta íntima en su tierra natal, Uruguay, para renovar sus votos. La celebración se llevó a cabo en Punta del Este, rodeados de amigos de toda la vida y algunos compañeros de equipo del atacante, como Messi y Jordi Alba. Fueron 160 invitados, pero para ellos fue como si solo estuvieran los dos, mirándose a los ojos y prometiéndose una vez más amor eterno.
Sofía compartió en su cuenta de Instagram una foto del evento, con un mensaje que conmovió a todos sus seguidores: “Contando los días para volver a decirte que sí”. Y ese día llegó. Con los tres hijos de la pareja como testigos de honor. Los flashes de las cámaras no importaban, ni las luces ni los vestidos elegantes. Solo era importante ese momento, la sonrisa de Sofía y la mirada enamorada de Luis, recordando cómo todo había comenzado en una esquina de Montevideo.
“En mi carrera he tenido muchos entrenadores, compañeros y directivos que me ayudaron. Pero nadie ha tenido un impacto en mi vida como ella”, reconoció Luis en una rueda de prensa después de ganar el Botín de Oro en 2016. Porque, cuando las cámaras se apagaban y los estadios se vaciaban, era Sofía quien lidiaba con la presión que se filtraba en su hogar. Era ella quien recogía las piezas rotas después de cada derrota y celebraba discretamente cada triunfo, sin alardes ni discursos, simplemente estando ahí.
Desde el pequeño departamento en Groningen hasta la mansión frente al Mediterráneo en Castelldefels, Sofía Balbi se mantuvo como la brújula que lo orientaba cuando todo a su alrededor se desmoronaba. Y también en los momentos emotivos, como cuando se despidió de la selección de Uruguay en septiembre, en el empate 0-0 ante Paraguay por Eliminatorias. En aquella ocasión, su media naranja y sus hijos estuvieron a su lado en el homenaje y lloraron junto a él en el césped, el lugar donde cimentó su carrera y el escenario de una historia de amor que tuvo a la pelota como testigo mudo.