La cerveza belga fue incluida al Patrimonio Inmaterial de la Humanidad
EFE
Con unas doscientas fábricas que producen alrededor de 1.500 variedades, la cerveza es mucho más que una bebida en Bélgica, motor económico y expresión cultural que la Unesco ha incluido este año en el Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, un reconocimiento que le otorga una nueva plenitud.
A través de museos, asociaciones, restaurantes, fiestas o incluso en los lineales de un supermercado, que dejan boquiabierto a cualquier foráneo por su variedad, la riqueza de la cerveza belga está presente en cada región, y en cada lugar tiene una historia y una tradición únicas.
Es el caso de la cerveza «lambic», con un sabor seco, amargo y cierto parecido al de la sidra, única en Europa y típica de la región de Bruselas, cuya principal característica es la fermentación espontánea, que se efectúa de noche y al aire libre.
La «lambic» no lleva levadura añadida porque esta se encuentra de manera natural en el aire del valle del río Senne, aunque solo en los meses de invierno, explica a Efe el director de calidad de Lindemans, Jan Verzelen, una de las cervecerías artesanales de mayor producción de Bélgica, con 100.000 hectolitros anuales.
Desde 1871, esta cervecera situada en una gran granja en Vlezenbeek (suroeste de Bruselas) fabrica nueve variedades de «Lambic», del mismo modo que lo hacían los agricultores que, para amortizar el grano de sus cosechas, decidieron dedicar sus inviernos a la producción de esta bebida.
La manera de producirla, explica Verzelen, no ha cambiado mucho desde entonces, «solo hay más automatización, una mayor producción» y más innovación en los sabores, a partir de dos variedades, la «geuze», una mezcla de una «lambic» vieja -de tres años de maduración- con una joven -un año- y las afrutadas, siempre con la fórmula de fermentación espontánea al aire libre.
De esta última serie, que cuenta con cervezas de manzana, melocotón, frambuesa o grosella- la más típica es la cerveza de cerezas, conocida como «kriek», que sirve de ingrediente para un buen número de platos de la gastronomía belga.
La creación cervecera camina entre tradición y vanguardia, con nuevos sabores inspirados en la botánica, desde albahaca a flor de saúco, las últimas apuestas de estos creadores.
En Bélgica también se encuentra la mayor barra del mundo, con una longitud de 170 metros, situada en el «Oude Markt» de Lovaina.
La contribución de los cerveceros belgas a la economía del país también es significativa, con una inversión de 233 millones de euros en activos, más de 50.000 empleados y una contribución a la economía de 4.000 millones de euros, según datos de Belgian Brewers, la asociación que agrupa al sector.
Sin embargo, la mayoría de la producción no se queda en el país: Bélgica exporta el 66 % de su cerveza y, de hecho, el consumo per cápita -78 litros por habitante al año- es más alto en España (80 litros anuales).
«La cultura cervecera existe en España igual que en Bélgica, con diferentes costumbres pero forma parte de nuestras vidas como reunión social», subraya una de las creadoras de «Brasserie de la Senne», la española Rosanna Mur, afincada en el país desde los últimos 15 años.
Junto a su marido belga fundó hace una década esta pequeña cervecera, una de las pocas fábricas artesanales que se pueden visitar sin salir de la capital, que produce siete recetas distintas, ligeras, amargas y con una levadura artesanal elaborada en su propio laboratorio.
«Frente a las grandes marcas, los cerveceros artesanales tenemos como prioridad que el producto tenga identidad, carácter y sea natural. Nuestras cervezas están vivas y el periodo de alta calidad para consumirlas nunca puede superar un año, a partir de ahí los sabores se van diluyendo», subraya.
Además de la empleada en la «lambic», hay otros tres tipos de fermentación: la alta o «ale»; la mixta, propia de las cervezas «tostadas»; y la «baja» o «lager», utilizada en la «pilsner».
La «bière» también cuenta con la centenaria tradición de las abadías, fabricadas según la tradición de los monjes, aunque no en monasterios; solo hay siete monasterios en el mundo que producen cerveza, la llamada «trapense», y seis de ellos están en Bélgica.
Una cultura que estuvo en peligro en el periodo de entreguerras por la grave crisis económica y hoy a salvo con una nueva plenitud, gracias a este nuevo reconocimiento y, sobre todo, a la transmisión generacional, calidad y mucha experimentación para satisfacer a los nuevos consumidores, cada vez más ávidos de nuevas experiencias gustativas.