Héroe que salvó a la delegación turca en Los Angeles ’84
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El 8 de mayo de 1984, en los Estados Unidos recibieron una noticia que cayó como una bomba. La Unión Soviética y 15 de sus países satélites renunciaron a participar de los XIII Juegos Olímpicos que se disputarían en Los Ángeles. Además de la URSS, las otras potencias deportivas que pegarían el faltazo serían Alemania Oriental y -un escalón debajo- Cuba. El resto de los países no tenían relevancia. Faltaban apenas 48 días para el 28 de julio, fecha prevista para la inauguración del evento y la Guerra Fría, por segunda vez en la historia, se interponía en el olimpismo, ajeno siempre a los vaivenes políticos excepto en el período de las dos guerras mundiales, cuando se suspendieron. Por supuesto, nadie creyó en los argumentos que se esbozaron detrás de la Cortina de Hierro. Adujeron razones de seguridad. Todos sabían la verdad: se cobraban la ausencia del país anfitrión y otras 45 naciones que los apoyaron cuatro años antes, cuando la sede fue Moscú.
En Los Ángeles sonaron las alarmas. Sabían que aceptar los JJOO eran un riesgo. Los últimos Juegos realizados en Occidente, los de Montreal ‘76 en Canadá, habían resultado un rotundo fracaso económico: allí se perdieron cerca de 2.000 millones de dólares, una deuda que recién se canceló 30 años después y pagaron los fumadores canadienses con un impuesto al tabaco destinado a tal fin. Desde Atenas en 1896 -los primeros juegos de la era moderna- hasta ese momento, ninguno había resultado rentable. Cada ciudad que había encarado su organización había ido a pérdida. Pero los que llevaría adelante la principal ciudad del estado de California serían la excepción. Decidieron no construir nuevos estadios ni grandes obras de infraestructura. Por ejemplo, el escenario de la fiesta inaugural y la de clausura fue el Los Ángeles Memorial Coliseum, con capacidad para 78 mil espectadores, que tenía 60 años de antigüedad. La Villa Olímpica se distribuyó en los dormitorios de los campus de la UCLA (Universidad de California Los Angeles), la USC (Universidad del Sur de California) y la UCSB (Universidad de California Santa Bárbara). Sólo se construyeron un velódromo y la piscina olímpica. Además, apostaron a la inversión privada y al poder de la televisión. El resultado fue un superávit de 230 millones de dólares. Algo inédito hasta ahí.
La competencia pasó sin mayores sobresaltos. El 12 de agosto fue la ceremonia de clausura. Como de costumbre, los atletas de los 140 países participantes que aún no se habían marchado se reunieron en el estadio principal para celebrar. Después que varias estrellas del ambiente musical se negaran a actuar -por caso Michael Jackson (tenía un contrato con Pepsi y Coca-Cola era sponsor de los JJOO) y Frank Sinatra- el que llevó adelante el show fue Lionel Richie, que cantó una eterna versión de All night long que duró 9 minutos.
Héroe y villano
El lunes 13 de agosto, en Los Ángeles, comenzó la tarea de desarmar toda la logística y la escenografía montada en cada rincón de la ciudad. Algo tedioso, lejos del bullicio del día anterior. Un movimiento que involucró camiones, ómnibus y operarios de todo tipo. Los últimos oficiales de cada país se llevaban lo que habían trasladado a la Villa Olímpica -los departamentos de tres campus universitarios- en ómnibus. La delegación de Turquía se había alojado en la UCLA (Universidad de California Los Ángeles), bajo estrictas medidas de seguridad, como una doble alambrada de tres metros de altura. Habían llegado 45 atletas, que obtuvieron la magra cosecha de tres medallas de bronce. Aún quedaban algunos dirigentes, que cargaron un ómnibus con varios bolsones con ropa y se trasladaron al aeropuerto.
Luego de estacionar el bus, comenzaron a descargar el equipaje. De pronto apareció, de la nada, un oficial de policía llamado Jimmy Wade Pearson. Tenía 40 años y nueve de experiencia como parte de la División Metropolitana de la policía de Los Ángeles. Corrió hacia el ómnibus y recogió una bomba casera con forma de caño del interior del guardabarros de una de las ruedas. El pánico se apoderó de los empleados del ómnibus y los dirigentes turcos. Todos escaparon en varias direcciones. El único que mantuvo la calma fue Pearson, que con la bomba en la mano hizo un trayecto de 50 metros hasta llegar a una zona segura y la arrojó lejos, sin que explotara. Más tarde, un grupo especializado abortó cualquier posibilidad de estallido. Lo que nadie evitó, ni quiso evitar, fue un caluroso aplauso al héroe de la jornada: el oficial Pearson.
De inmediato se activó la alerta roja en el andamiaje de seguridad de los JJOO. Toda la policía de Los Ángeles comenzó un operativo para dar con los culpables de lo que, se creyó, era obra de un comando terrorista. Al mismo tiempo, el jefe de la fuerza, Daryl Gates, condecoró a Pearson con un florido discurso, en el que afirmó que era un caballero que “quería matar dragones y rescatar doncellas”. El “héroe” había contado que vio el artefacto, cortó un cable y corrió hasta poner a resguardo a la gente que había en el lugar.
Al día siguiente, el policía nacido en Texas, veterano de la guerra de Vietnam, debía ser sometido al polígrafo (la máquina de la verdad) un procedimiento de rutina, normal en estos casos. Pero antes, y para sorpresa de todos, se quebró y confesó que él mismo había armado el mecanismo explosivo y actuado todo el procedimiento de salvataje. El motivo: quería impresionar a sus superiores, ser un héroe.
El oficial fue arrestado, obligado a renunciar a la policía y a pagar una fianza de 60 mil dólares. Lo acusaron por posesión ilegal de un dispositivo destructivo, un delito castigado con hasta seis años de prisión. Según contaron sus carceleros a distintos medios norteamericanos, lo vigilaban en forma constante porque Pearson había caído en una profunda depresión y su estado mental “se deterioraba rápidamente”.
Su abogado, Barry Levin, explicó que Pearson era una persona “con un umbral bajo de estrés” y “un deseo irrefrenable de atención”. Además, subrayó que tenía problemas con sus superiores en la División Metropolitana; quería salir de ahí y pensó que siendo un héroe lo iba a conseguir. “No tenía escapatoria y montó una farsa. Ahora su carrera está destruida, se fue por una cloaca”, concluyó.
Por el contrario, el fiscal Lawrence Mason adujo que Pearson no era sincero y pidió que fuera confinado en una prisión estatal para ser sometido a un estudio psiquiátrico durante tres meses. Para él, “fue como un tipo que entra a un cine lleno de gente y grita ‘¡fuego!’”.
En agosto, Pearson escribió una extensa carta de diez carillas, donde se mostró arrepentido: “Con el tipo de impulso y dedicación que mostré como oficial de policía tuve éxito, pero solo para los demás, no para mí”. En otro párrafo, señaló: “Todavía tengo pesadillas sobre lo que hice. Pero como todos, tengo que vivir con mis errores”. Sin embargo, fue muy duro con la División Metropolitana. Escribió que se organizaban fiestas cada vez que un oficial participaba de un tiroteo donde hubiera muertos y que el nombre de los oficiales que habían matado estaba grabado en una placa. Todo esto fue negado por el jefe de dicha división, el capitán John Higgins.
Al año siguiente, cuando fue enjuiciado, el juez de la Corte Gerald Levie lo dejó en libertad, pero lo condenó a completar 1500 horas de trabajo comunitario, a seguir un tratamiento psicológico en forma permanente y a no portar ni poseer ningún tipo de armamento. En su sentencia, alegó que Pearson tenía una foja intachable hasta ese momento y que la bomba no tenía poder explosivo, aún contra la opinión de los peritos. “Fue un policía ejemplar, dedicado y trabajador durante nueve años”, concluyó el magistrado.
Al quedar en libertad, Pearson sonrió ante la prensa, le agradeció a sus amigos, a su familia y al juez, y salió corriendo de la Corte. Nunca más se supo de él públicamente.
Su caso fue el primero donde se divulgó un término psicoanalítico: el “Síndrome del héroe”, que engloba a los individuos, básicamente narcisistas, que buscan la admiración del resto a través de actos arriesgados, que muchas veces provocan ellos mismos para luego simular que los resuelven, sin tener en cuenta que así ponen en peligro a quienes, en teoría, buscan proteger.
El tristemente célebre nombre de Pearson regresó mucho tiempo después. Y el escenario fue otro Juego Olímpico. Sucedió en Atlanta ‘96, también en los Estados Unidos, cuando en la noche del 27 de julio de 1996, 50 mil personas disfrutaban de un show musical en el Centennial Park. Era lo que hoy se conoce como “fan fest”. Sin que nadie lo esperara hubo una explosión. Como consecuencia murió una persona y 111 resultaron heridas. Según el FBI, fue la bomba casera más potente de la historia. Sin embargo, la letalidad fue baja. En Atlanta hubo un héroe.
Richard Jewell era parte de la seguridad privada del evento. Había tenido el sueño de ser policía, pero lo habían rechazado. No parecía un héroe clásico: a los 34 años tenía varios kilos de más, la mirada pequeña y hundida, mejillas coloradas, un bigote anticuado y un caminar pesado. Además, era poco sociable y vivía con su madre.
Mientras recorría el parque, detectó una mochila verde que en apariencia no tenía dueño. Comenzó a preguntar de quién era, pero nadie le prestó demasiada atención. Insistió y nadie se hizo cargo del bolso. Entonces llamó a la policía y comenzó a dispersar, con dificultad, a la gente. Justo en ese momento, un llamado al 911 alertó sobre la presencia de un explosivo. Nueve minutos después del llamado, la bomba detonó. Si sólo hubo un muerto -una mujer de 44 años- fue gracias al accionar de Jewell.
Tres meses después, cuando el atentado y Jewell habían quedado sepultados por otras noticias, el FBI lo exoneró y reconoció que las acusaciones contra él habían sido un error. La fiscal general de los Estados Unidos, Janet Reno, le envió una carta manuscrita disculpándose. Varios medios tuvieron que indemnizarlo.
Jewell murió en 2007, a los 44 años. Estaba casado, había logrado ingresar a la policía en un pequeño pueblo y su madre aún vivía. Clint Eastwood filmó una película sobre su vida que lleva su nombre. A Jimmy Dave Pearson, en cambio, se lo tragó hasta el olvido.
Con información de infobae.com
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