Estados Unidos y sus dos Guerras Frías, por Alfredo Toro Hardy
Por: Alfredo Toro Hardy
Permítanme compartir con el público lector mi nuevo libro, el cual acaba de ser publicado en Londres por la editorial Palgrave Macmillan. Este lleva por título America’s Two Cold Wars: From Hegemony to Decline.
Su prólogo fue escrito por James M. Dorsey, dos veces finalista al Premio Pulitzer, y contiene comentarios de contraportada por parte de algunos ex presidentes del Consejo de Seguridad de la ONU. La obra compara la Guerra Fría que durante más de cuatro décadas sostuvo Estados Unidos con la Unión Soviética con la que ahora emerge con China. En la misma se formulan dos preguntas básicas: ¿Qué tan distinto como competidor estratégico resulta China en relación a la Unión Soviética? ¿Qué tan distinto resulta Estados Unidos hoy en relación al que fue cuando confrontaba a los soviéticos?
Las dos preguntas anteriores son respondidas a través de cinco capítulos que trazan los cambios ocurridos: De la ideología a la eficiencia; de la hegemonía al menosprecio de las alianzas; de la consistencia estratégica al zigzag; de las alturas a la planicie económica; de la contención razonable a la contención irrealizable.
El primer capítulo plantea que, aunque multifacética, la Guerra Fría con los soviéticos tuvo a la ideología como elemento central. Dos sistemas de valores que aspiraban a la proyección universal mantuvieron una dura competencia por la primacía. Aquí, Estados Unidos llevó las de ganar. Su noción del “Mundo Libre”, aunque sujeta a profundas inconsistencias e hipocresías, resultó una flecha dirigida al talón de Aquiles de un modelo totalitario como el comunista. La falta de libertad en los distintos órdenes, incluyendo aquí al económico, termino generando las condiciones que condujeron a la crisis y ulterior colapso de la Unión Soviética. La Guerra Fría con China, sin embargo, tiene a la eficiencia, y no a la ideología, como sustento.
Por un lado, la crisis profunda por la que atraviesa la democracia en Estados Unidos brinda escasa credibilidad a su narrativa liberal. Por el otro, para los chinos son los resultados y no el debate ideológico lo que importa. Para ellos, el autoritarismo responde a una cultura política ancestral y en ningún caso a una ideología. Plagado por un sinfín de problemas domésticos no resueltos, Estados Unidos se encuentra en la peor de las condiciones para competir en términos de eficiencia. Particularmente con una China cuyo listado de realizaciones en apenas cuatro décadas no encuentra parangón en la historia.
El segundo capítulo refiere a cómo Estados Unidos resultó mucho más exitoso que la Unión Soviética en la construcción y estructuración de un sistema de alianzas internacionales. Desde el Banco Mundial hasta el FMI, desde la OTAN hasta las diversas alianzas militares regionales y binacionales, Washington se encontró a la cabeza de un sólido sistema hegemónico. Un sistema que pasó a hacerse global tras el colapso soviético. Bush y Trump, separados apenas por ocho años, se encargaron de desarticular hasta sus tuétanos a este modelo, erosionando la credibilidad de ese país ante sus aliados tradicionales.
Mi libro no anticipaba, valga señalarlo, la rápida reconstitución y relanzamiento de la Alianza Atlántica producida por la invasión rusa a Ucrania. De hecho, este relanzamiento lucía impensable hasta hace pocas semanas. Mi libro señalaba, en cambio, que la alianza entre China y Rusia y la creación en curso, por parte Pekín, de una estructura económica internacional que rememora a la creada por Washington tras la Segunda Guerra Mundial, le otorgaban la ventaja al país asiático. En particular, la alianza Moscú-Pekín se traduce en una importante fuente de vulnerabilidad estratégica para Estados Unidos, quien nunca ha debido asumir esta rivalidad dual. En el mejor de los casos la misma le representa una profunda distracción frente al competidor principal, China, y en el peor, la posibilidad de tener que afrontar la acción combinada de ambos contrincantes.
En el tercer capítulo se hace alusión a la extraordinaria consistencia estratégica evidenciada por Estados Unidos en las dos décadas que sucedieron a la Segunda Guerra Mundial. Consistencia ésta que, aunque seriamente deteriorada a partir de la ampliación de la Guerra de Vietnam en 1965, permitió al país mantener un claro sentido de propósito y enfrentar los diversos retos que le planteó la Unión Soviética. Más aún, a partir de comienzos de los ochenta Washington asumió una marcada iniciativa estratégica frente a un Moscú cada vez más a la defensiva.
Hoy, por el contrario, la extrema polarización política estadounidense hace que sus partidos habiten en planetas distintos en materia de política exterior, empujando hacia un zigzag inevitable. China, por el contrario, persigue un objetivo estratégico preciso: Transformarse en la potencia número uno para mediados de siglo. A un mapa de ruta estratégico claro se le une coherencia en la acción política.
El cuarto capítulo hace referencia a la ventaja económica de la que disfrutó Estados Unidos frente a la Unión Soviética, forzándola a emular sus gastos en defensa a pesar de disponer apenas de una fracción del PIB estadounidense. Ello agotó económicamente a la Unión Soviética y sentó las bases para su ulterior colapso. China, por el contrario, no sólo tomará la delantera económica frente a Estados Unidos a partir de la tercera década de este siglo, sino que mantiene ya a raya la superioridad militar de aquel a través de sus armas asimétricas, de la concentración geográfica de sus fuerzas dentro de una estrategia de denegación de espacio y de una política de retaliación nuclear susceptible de neutralizar la manifiesta superioridad estadounidense en este campo.
El quinto capítulo señala como Estados Unidos orientó su rivalidad con la Unión Soviética, por vía de una política de contención a los impulsos expansionistas de aquella. Política que resultó razonable en la medida en que a partir de comienzos de los años cincuenta Moscú dirigió sus impulsos de expansión hacia zonas periféricas del planeta. Con la excepción de Berlín en 1961 y Cuba en 1963, ambas potencias mantuvieron un tenso forcejeo sin afectar sus espacios geoestratégicos primarios. Por el contrario, Washington busca contener a China en una zona que resulta geoestratégicamente prioritaria para aquella, lo cual escapa a cualquier posibilidad razonable de éxito. Máxime, cuando China detenta un firme control militar de sus espacios circundantes.
Así las cosas, a diferencia de la primera Guerra Fría cuando Estados Unidos llevaba el viento a sus espaldas, en esta segunda Washington enfrenta poderosos vientos en su contra. El sentido común aconsejaría, por tanto, evitar una rivalidad suma-cero, aceptar el inevitable emerger de China y propiciar un clima de coexistencia con aquella. Lo contrario sólo aceleraría el declive estadounidense, al desbordar su capacidad de respuesta. Sin embargo, tal como el libro advierte, para bailar el tango hacen falta dosh no resultando nada claro que China quiera también bailarlo. Ello le implicaría desaprovechar la cresta de la ola y desperdiciar lo que visualiza como “grandes cambios no vistos en un siglo”.