¿En tus 30 y sin pareja? Quizá seas parte de esta tendencia mundial
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¿Un fantasma recorre el mundo?, ¿El fantasma de la soltería?. En nuestra época existe un discurso más o menos generalizado en torno a la idea de tener pareja. De la publicidad a la ciencia, distintas voces elogian las relaciones de pareja como una especie de culmen al cual debe aspirar toda existencia humana. Y ese, justamente, es el énfasis: el deber, como si todo mundo estuviera obligado a experimentar una relación de pareja o, por otro lado, como si la vida de una persona estuviera “incompleta” por carecer de ésta.
Poder sostener una relación de pareja es sin duda importante en la vida, pues en el mejor de los casos da cuenta de cierta madurez subjetiva con respecto a uno mismo, al otro e incluso hacia la vida en sí. Enlazarse íntimamente con alguien más es, en este sentido, un movimiento que posee su propia dificultad, pues toca tanto las raíces más profundas de una persona como sus deseos más elementales.
Con todo, no menos cierto es que en muchos casos esa importancia se subestima o simplemente se desconoce. En muchos casos, la relación de pareja enmascara otro tipo de necesidades psicológicas frente a las cuales la pareja se erige como una solución temporal. El miedo a la soledad, la repetición inconsciente de patrones heredados o aprendidos, la incapacidad de valerse por uno mismo, la sensación de desamparo, etc., son algunos de los hilos de los que a veces penden ciertas relaciones.
¿Qué decir, entonces, de una relación de pareja y de su importancia en la vida? ¿Una relación que se sostiene en el malestar es preferible frente a la idea de “incompletud” o insatisfacción que parece implicar la soltería? ¿Y qué tanto esos conceptos pueden cambiar y ajustarse para ejercer menos presión sobre una persona que encuentra dificultades (como todos) para embarcarse en un vínculo de ese tipo?
En esta ocasión nos detenemos en esa última pregunta para animar una reflexión sobre las relaciones de pareja desde un punto de vista sociológico. Si algo parece singular de nuestra época es que cada vez más personas que rondan los 30 años viven solteras. Dicho de otro modo, se trata de personas que parecen aplazar conscientemente el momento de establecer una relación de pareja, lo cual contrasta con generaciones anteriores, en que precisamente en esa franja de edad las personas solían no sólo vivir en pareja, sino además comenzar a procrear (después de todo, es la etapa de mayor fertilidad en la especie humana).
Como decíamos, dicha decisión parece estar fundada en factores de orden social. Entre otros investigadores, las antropólogas Nancy Smith-Hefner y Marcia Inhorn (de las universidades de Boston y Yale, respectivamente) han estudiado recientemente ese fenómeno en personas de entre 30 y 40 años en diversos países del mundo, entre otros, Indonesia, Francia, Ruanda, Japón, Egipto y otros países del Medio Oriente. En éstos, cada vez más “jóvenes”, tanto hombres como mujeres, retrasan la edad tradicional para casarse, llegando incluso a consumar un matrimonio cerca de los 40 años y en algunos casos, a dejar de considerarlo en su perspectiva de vida.
De acuerdo con Diane Singerman, de la Universidad Americana en Washington, este fenómeno puede explicarse por la precariedad económica tan característica de esta generación. Las ideas de “casarse” y “formar una familia” parecen mucho menos asequibles cuando no se cuenta con un trabajo estable, tampoco con una casa propia o con alguna otra certeza social del tipo de las que gozaban generaciones anteriores (seguro médico, pensión, etc.). Si la noción de “juventud” también parece haber ganado terreno en nuestros días frente a la “adultez”, en parte se debe a que actualmente las personas de 30 años no parecen dispuestas o preparadas para asumir las responsabilidades de la edad adulta pero, por otro lado, vivimos en un mundo que tampoco ofrece las condiciones para hacerlo. Y las relaciones de pareja forman parte de esas responsabilidades.
Biológicamente, sin embargo, esta decisión implica una desventaja para las mujeres, cuya fertilidad comienza a perderse cerca de los 40 años. El hombre puede retrasar la vida en pareja y la procreación y eventualmente realizarlas, aun en edades mayores. No es así para la mujer, que en ocasiones experimenta esta situación como una elección imposible: ¿hijos o desarrollo profesional?, ¿familia o trabajo?, ¿pareja o trayectoria?
Por supuesto, este es un dilema planteado socialmente y acaso sea incluso un falso dilema. La vida lleva a elegir, sin duda, pero no siempre o necesariamente a renunciar. Las condiciones subjetivas y de existencia de cada persona determinan esa elección. Pero, en todo caso, vale la pena señalar que la tendencia de la cual hemos hablado supone algunos cuestionamientos a los patrones sociales en los que se desarrollan la posibilidad de tener una pareja y también de procrear.
En ese mismo sentido, cabría preguntarse si este fenómeno no será quizá también una nueva manera, todavía en formación, de vivir y experimentar las relaciones de pareja. Si uno de los propósitos de la existencia humana es poder vivir conscientemente, en uso pleno de nuestros recursos, ¿por qué una relación de pareja tendría que estar excluida de ese modo de vida?
Después de todo, frente a los escenarios que planteamos anteriormente, de relaciones de pareja que conducen más bien hacia el malestar y la repetición inconsciente de comportamientos insatisfactorios, una relación que se vive desde la madurez parece una mejor opción. Aunque tome tiempo… y trabajo.