El robo y el increíble destino del cerebro de Einstein
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Tardó mucho en aprender a hablar. Sus papás se preguntaban qué tenía ese chico en la cabeza. Empezó a balbucear las primeras palabras a los tres años, cuando toda la familia sospechaba de un retraso mental. Así que la mamá le metió en el alma la pasión por la música y, en especial, por el violín. Un tío ingeniero le acercó libros de ciencias y un estudiante de medicina, amigo de la familia, le llevaba libros y revistas científicas.
Probablemente, el largo silencio infantil de Albert Einstein se debía a que el chico estaba pensando a qué mundo había llegado. Eso es muy de los chicos. Y era de Einstein. Cuando por fin empezó a hablar, cayó enfermo y tuvo que pasar varios días en cama. El padre entonces, le regaló una brújula. Y Einstein confesaría años después que aquella aguja que siempre apuntaba al mismo sitio sin estar atada a nada lo fascinó. Y lo intrigó. Y empezó a interesarse por el fenómeno del magnetismo: así empezó la vida del genio.
En cuanto a lo que tenía aquel chico en la cabeza, era un cerebro poco común. Y el destino del cerebro de Einstein también fue poco común: terminó oculto en un frasco, sumergido en formol, en manos de un tipo que, con todo respeto, algún clavo flojo tenía en la estantería, que lo mantuvo escondido, lo cortajeó en láminas, lo fotografió hasta el cansancio en busca de la cualidad que había hecho a su dueño un amo del universo.
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