El País: La frágil economía de la frontera entre Brasil y Venezuela sufre el embate del cierre - 800Noticias
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La ciudad brasileña de Pacaraima, con sus 10.000 vecinos, no tiene gasolineras. La más cercana queda, desde el jueves, a 220 kilómetros adentrándose en territorio de Brasil. Hasta entonces todos aquí se abastecían al otro lado de la frontera, en Venezuela, a lo que llaman “precio internacional”: a 1,5 reales el litro (35 céntimos de euro). Es más cara que la subvencionada en territorio venezolano, pero baratísima en comparación con los cuatro reales que cuesta en Brasil.

El cierre de la frontera decretado por  Nicolás Maduro, para impedir la entrada de ayuda humanitaria ha eliminado de repente el tráfico en Pacaraima. Nadie mueve el coche. Pero, sobre todo, ha supuesto un duro golpe para los locales porque ha cortado en seco el comercio bilateral que sustenta a esta ciudad y su gemela venezolana. Familias que viven al día en este rincón pobre de la Amazonia.

“Mis ventas han caído un 90% porque Pacaraima vive de Venezuela y Santa Elena de Uairén, de Brasil”, explica en su ultramarinos Antonio Noé Magdalena, nacido en 1964 en Las Palmas de Gran Canaria (España). Su tienda, como el resto de las de la calle principal, se ha quedado súbitamente sin clientela porque ahora el tránsito binacional ha sido sustituido por dos barreras de uniformados y episodios de tensión. “A mí me preocupa más que ellos no coman que yo no venda”, dice Magdalena —también venezolano, hijo de canarios emigrados— sobre sus compatriotas. Su madre, María de las Nieves, de 84 años, insiste en quedarse en Venezuela.

“Le dejé la alacena y la nevera completa”, dice. Y es que aquí se abastecen de alimentos y productos que allá ya no hay o están a precios prohibitivos. El brasileño Salomón dos Santos no ha vendido absolutamente nada desde la clausura, cuenta en la tienda de neumáticos que regenta.

Los venezolanos necesitan los alimentos brasileños, pero la dependencia es mutua. Brasil depende de la electricidad que le suministra el vecino. Es un talón de Aquiles del Gobierno de Jair Bolsonaro en esta crisis. El ultraderechista lleva semanas buscando un difícil equilibrio entre impulsar la democratización de Venezuela de la mano de Juan Guaidó y evitar que Maduro tome represalias.

Porque el Estado de Roraima, donde se ubica Pacaraima, no está conectado a la red nacional de electricidad. El primer día con el paso cerrado, el senador Telmário Mota criticaba al presidente Jair Bolsonaro “por interferir en la política internacional” y recalcaba: “130 de los 200 megavatios que consumimos vienen de Venezuela”, según recogió la prensa local.

En caso de emergencia, una planta termoeléctrica puede suministrarle hasta 62 megavatios, según Electrobras, pero el precio se dispara. Costaría 1.200 millones de reales extra al año (280 millones de euros) a los brasileños. Los temores de que Maduro cortara la luz en represalia no se han cumplido, pero la economía simbiótica creada a ambos lados de la divisoria sufre el embate.

Mateus Marcon, productor agrícola brasileño de 36 años, buscaba este domingo desesperadamente a alguien que le ayudara a traerse varios camiones (y conductores) que quedaron atrapados en suelo venezolano en las horas entre el anuncio y el cierre. “Nadie del Gobierno de Brasil ni de los medios se preocupa de los camioneros”, protestaba junto a cientos de venezolanos que lanzaban proclamas antichavistas en el linde.

Y es que, explicó Marcon, sus empleados cruzan al país vecino con alimentos, cargan cal agrícola y llegan de vuelta a la frontera sin comida, agua ni dinero para aguantar días varados. Importar esa cal es imprescindible para poder cultivar en breve soja, maíz, algodón…, detallaba este agricultor, porque rebaja el ácido PH de la tierra.

Aquí la economía es hiperfrágil. El canario-venezolano revela que este mismo lunes tuvo que despedir a una empleada. El vendedor de neumáticos pronostica que,“si dentro de una semana no hay cambios, los comerciantes se van a poner contra el Gobierno de Roraima”.

El bloqueo fronterizo ha reducido la llegada de venezolanos, pero el goteo sigue. El ingeniero Luis Castro, de 38 años, no podía esperar a que abrieran porque tenía que tomar un avión a Paraná. “Me han dado una beca de dos años para hacer una maestría allá”, decía casi sin aire al pisar Brasil tras cruzar ilegalmente por una trocha (senderos para cruzar irregularmente). “Si no me llega a salir la beca, me iba a ir lo mismo”, confesó antes de añadir que su esposa e hijos quedaron en Venezuela.

Pero muchos de los que cruzan (de los que 6.000 están en albergues de Roraima) carecen de medios para seguir adelante. Subsisten vendiendo café o cigarrillos a sus compatriotas. Lo recaudado les da para comer. Son el eslabón más débil del comercio informal. Ellos tampoco tienen ya clientela. “En estos días de cierre hemos tenido que gastar lo guardado”, se lamenta Karla García, de 30 años, que trabajaba en el departamento de estadística de un hospital.

El dueño del ultramarinos recuerda que en 2017 la frontera estuvo cerrada tres semanas. Cree que para zanjar este asunto definitivamente es imprescindible una intervención internacional. “Maduro durará lo que decida el exterior. Venezuela no lo sacará nunca sin ayuda del exterior”. Los países del Grupo de Lima recalcaron esa tarde su apuesta por una solución “sin el uso de la fuerza”.

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