Después de leer este libro nunca verás la pornografía con los mismos ojos
Con información de PijamaSurf
El porno es un tema controversial. Hay muchas personas que creen que es simplemente una cuestión de libertad de expresión y que incluso puede cumplir una función social al permitir que las personas se desfoguen, que satisfagan, aunque sea vicariamente, sus deseos sexuales. Por otro lado, es evidente que muchos individuos se vuelven adictos al porno y la pornografía llega a trastornar su manera de relacionarse con las otras personas; esto ocurre especialmente con los hombres que ven mucho porno y que introyectan la imagen del sexo que produce el porno.
En su libro Pornography: Men Possessing Women, Andrea Dworkin deconstruye la imagen pornográfica y sugiere que en realidad el porno es una cuestión política, y como señala el escritor Will Self, incluso criminal, pues directa o indirectamente produce agresiones. Más allá de que la lectura de Dworkin es radicalmente feminista -y uno puede estar o no de acuerdo con su visión de que todo es un reflejo del heteropatriarcado-, lo que sí parece evidente es que en el lugar donde más claramente están presentes los vicios que se adscriben a esta dinámica del poder masculino y la explotación u objetificación del cuerpo femenino es en el porno común y corriente.
Dworkin sugiere que el porno retrata al hombre de siete formas principales: en la «afirmación metafísica de su yo», en su «poder físico», en su «capacidad de aterrorizar», en su poder de nombrar, en su poder de poseer, en el poder del dinero y en el poder del sexo. Todo estos comportamientos de poder, algunos más naturales que otros, son idolatrados por la cultura. Asimismo, como documenta Dworkin, muchas mujeres trabajan en la industria del porno no voluntariamente, sino que son son obligadas o convencidas por personas que se aprovechan de su vulnerabilidad.
Aunque el tema es complejo y Dwokin sataniza demasiado en ocasiones, no hay duda de que la cultura y la sociedad en general no se benefician mucho de promover estos valores. Incluso porque -y justamente en contra de lo que postula el análisis posmoderno al respecto- el porno lo reduce casi todo al poder, al poder del falo, a la lucha de poderes, a la búsqueda de autoafirmación. Por más que se quiera decir que el porno puede evitar producir violadores, no hay paz en el porno; el porno ocurre esencialmente bajo una cierta lógica de violencia explícita y, sobre todo, implícita. Y por supuesto, tampoco hay lugar para el amor. Como dijo Jung, donde impera la voluntad de poder no hay cabida para el amor.
Por supuesto no todo el porno es así. Es posible que haya personas que gozan libre y sinceramente de participar en la pornografía y de verla de vez en cuando. Es difícil pensar que se deba regular la fantasía, pero si vemos actualmente en línea una especie de regulación en contra del hate speech y las fake news, es concebible situar al menos cierto tipo de videos pornográficos como hate speech, como contenido que promueve la violencia, lo cual genera importantes preguntas, como por ejemplo, si estos contenidos deberían aparecer en Google o no. Aunque esto nos recuerda que en sus inicios la empresa de Mountain View generaba buena parte de sus ingresos a partir de la pornografía, lo cual, de nuevo, muestra la dinámica de poder que está de por medio en el porno.