Czeslawa tenía catorce años y era católica. Los nazis se apoderaron de ella, y de su madre, Katarzyna, y se las llevaron a Auschwitz en uno de aquellos vagones. No sabemos si hubo un padre, unos abuelos, unos primos, que viajaran con ellas. Madre e hija pasaron el primer proceso de selección, el que se hacía en la rampa de Auschwitz. Los SS examinaban a los presos, sucios, famélicos, asustados, desfallecidos, y decidían quiénes iban a morir ese mismo día en las cámaras de gas y quiénes podrían trabajar unos días, unos meses, para alimentar la maquinaria de guerra.

El escritor Primo Levi, que también pasó por aquel mismo campo, recuerda que en ocasiones ni siquiera se hacía un proceso de selección. Auschwitz II-Birkenau era un campo de exterminio, un auténtico matadero de personas. Los trenes llegaban para vaciarse en las cámaras de gas. En otros campos los nazis se limitaban a abrir al mismo tiempos los portones de los vagones de ganado donde viajaban hacinados los presos. Los que bajaban por las puertas de un costado se iban a las cámaras de gas; los que bajaban por el otro eran destinados al trabajo esclavo hasta que les llegaba su fin.

El campo III de Auschwitz, Monowitz, estaba al servicio del conglomerado de empresas químicas IG Farben, de la que eran accionistas los propios SS. Entre sus empresas fundadoras, algunas tan conocidas como Agfa, Bayer, BASF… entre sus productos estrella, el gas Zyklon B que se administraba a los presos en las cámaras de gas. Todo quedaba en casa: el holding tenía su propio campo, con su mano de obra esclava que producía, entre otros productos más rentables, el gas letal con el que ellos mismos serían exterminados cuando dejaran de ser útiles.

Nuestra adolescente mira a la cámara fijamente, con seriedad de adulta. Acaban de marcarla con el número 26.947, que en adelante reemplazará a su propio nombre y apellido a ojos de todos menos de su propia madre, a la que han tatuado el número anterior. Le han cortado el pelo a trasquilones, en cadena, le han obligado a quitarse toda la ropa en presencia de otras mujeres y hombres y le han dado un uniforme que quizás se haya usado varias veces, y que es notoriamente más grande que ella misma. Ha logrado cerrarse la chaqueta usando una especie de alambres. Luego las SS la han enfrentado a la cámara de fotos de Wilhelm Brasse, otro preso al que le permitían seguir viviendo a cambio de que registrase la entrada de los prisioneros, en tres poses: lateral, con la nuca apoyada en un incómodo tope metálico, de frente y en escorzo y con la cabeza cubierta.

Pese al tiempo transcurrido, y a los miles de infortunados que posaron frente a él, Brasse recordó a aquella adolescente y contó su historia años después: Era muy joven y estaba aterrorizada. Acababa de llegar al campo y no comprendía lo que le estaba pasando y por qué la trataban así. Al ver que no entendía, una Kapo -una presa que mantenía ciertos privilegios de sierva a cambio de maltratar a sus compañeros- le golpeó en la cara con un palo. Aquella hermosa joven se puso a llorar, pero no podía hacer nada. Ni yo tampoco porque me habría costado la vida. Al final, antes de que le hiciera la foto, la chica se secó las lágrimas y la sangre del labio.

El 12 de marzo de 1943, le inyectaron fenol en el pecho. Su madre, Katarzyna Kwoka, murió el 18 de febrero de 1943. Pese a su pasividad forzosa, el fotógrafo Brasse logró desobedecer las órdenes de las SS que querían destruir todas aquellas evidencias de sus crímenes y protegió miles de negativos, que ahora se exhiben en Auschwitz y han logrado que no se borre la memoria de las víctimas.

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