Colombia, una paz al borde del abismo
EFE
La piel curtida por el sol, las manos ásperas de un campesino y un lenguaje llano: «Siempre hemos esperado la paz”. Jesús Emil Cañizares vive en una pequeña aldea del Catatumbo, una zona rural andina que limita con Venezuela infestada de coca y violencia, donde la paz es una promesa olvidada.
Jesús, como muchos campesinos de Colombia, vive en medio del fuego cruzado y de las minas sembradas por los grupos armados. Para comprender su frustración hay que retroceder en el tiempo. En 2016, Colombia era un invernadero de ilusiones, se firmaba un histórico acuerdo de paz con las FARC, la guerrilla más antigua de América, tras 50 años de conflicto armado y muchos más de guerras civiles.
LA PUNTA DEL ICEBERG
Lejos de la pomposa Cartagena de Indias, donde se firmó aquel acuerdo, o de la pujante capital, Bogotá, María Antonia Amaya, una lideresa de las comunidades negras en el departamento de Nariño, fronterizo con Ecuador, se atreve a regresar a su pueblo, a La Cuchilla, en el otro extremo de la cordillera donde Jesús ha perdido la esperanza de la paz.
“Ese proceso es una cosa que acá, en estos territorios, no se ha visto”, comenta. “Acá” es la Colombia rural, a la que el progreso de las grandes ciudades da la espalda, es la periferia de un país donde las armas se siguen disparando.
Amaya, que dedica su vida a denunciar violaciones de los derechos humanos, forma parte del Consejo Mayor para el Desarrollo Integral de Comunidades Negras de la Cordillera Occidental de Nariño. Pocos lugareños recuerdan el nombre completo de este organismo, pero saben que pueden apelar a la “Copdiconc” cuando necesitan hablar con los grupos armados. Por eso, los líderes sociales son diana en toda Colombia.
Hablar de cifras de víctimas, amenazados o perseguidos es tan difícil como llegar a las recónditas regiones de Colombia en las que la violencia vuelve a tomar fuerza. Según la Defensoría del Pueblo, entre el 1 de enero de 2016 y el 28 de febrero pasado, fueron asesinados 462 líderes sociales, cifra que el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo eleva a más de 700 en los últimos dos años. Nadie sabe si en estos números, que no paran de crecer, están todos. Las autoridades miran a otro lado y los crímenes no se resuelven. Mientras, Amaya, como tantos otros, asume la amenaza como parte de su vida cotidiana.
«Somos retenidos, amenazados, nos mandan mensajes”. Amaya lo tiene claro: «un líder es un estorbo para un grupo al margen de la ley». Y lo dice con conocimiento de causa, porque en su región cohabitan la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), disidentes de las FARC y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), las herederas del paramilitarismo clásico.
Mientras habla no deja de mirar a su alrededor. La vegetación de las montañas oculta fusiles. La fertilidad de esta tierra tropical también lo es para la guerra. Amaya, como otros líderes comunitarios, denuncia “todas las situaciones de violación que cometen ellos”. “Ellos», sin siglas, sin nombres, porque Colombia es un eufemismo.
«Cada vez que (los líderes) visibilizan eso, la gente se anima a no quedarse callada, y cuanto menos se quede el pueblo callado es más difícil para los grupos controlarlo”, resume.
UNA OPORTUNIDAD PERDIDA
El acuerdo de paz con las FARC era, más allá de un intento de acabar con la guerra, una oportunidad de destruir sus cimientos. Durante medio siglo de conflicto armado, reciclado de las guerras civiles previas entre liberales y conservadores, la violencia giró en torno a tres ejes estructurales: “acceso y uso de tierras; democracia social y economías ilegales”, resume Ariel Ávila, subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación, un gran estudioso del conflicto colombiano.
En otras palabras: tierra, calidad democrática y narcotráfico, a los que se suma la minería ilegal. Esos puntos fueron incluidos en el acuerdo de paz que impulsó el Gobierno de Juan Manuel Santos, pero la Presidencia actual de Iván Duque, contrario a aquellas negociaciones, los ha ido abandonando en sus políticas públicas.
Por eso, la violencia está condenada a reproducirse, tal y como ha sucedido durante 200 años en Colombia. “No va a haber reforma agraria, no hay catastro rural, no va a haber ningún fondo de tierras”, lamenta Ávila.
A eso se suma la incertidumbre que acompaña a los exguerrilleros. Al menos 140 han sido asesinados tras dejar las armas, el resto puede caer en un limbo jurídico tras el ataque del Gobierno a la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), columna vertebral del acuerdo. Fueron cerca de 7.000 guerrilleros los que se desmovilizaron, una cifra que se dobla si se suman los presos liberados y los milicianos, nombre con el que se conocen a quienes formaban parte de las estructuras logísticas de las FARC.
VIEJOS ACTORES, NUEVAS CARAS
Según Ávila, «hay unos 100 municipios colombianos que hoy día están incendiados, que hoy están en combate», donde cuatro grupos armados, que “no son guerrillas, sino grupos criminales”, se enfrentan por su control.
El escenario se vio ensombrecido en agosto, cuando, por sorpresa, el exjefe negociador de las FARC, Iván Márquez, anunció que regresaba a las armas. Una imagen que heló la sangre de los colombianos, pues junto a él posaron dos hombres cuya mera mención genera pesadillas: Hernán Darío Velásquez, “el Paisa”, y Henry Castellanos, “Romaña”, dos de los líderes más sanguinarios de la antigua guerrilla. El combo lo completa Jesús Santrich, alias de Seuxis Paucias Hernández.
El gran temor es que esos cuatro hombres consigan unificar bajo su mando a los cerca de 1.800 miembros de los 24 grupos disidentes, ahora bandas criminales y sin fachada política ni jerarquía. Si lo hicieran, Colombia sería inundada de nuevo de violencia.
A ellos se suman la guerrilla del ELN, que no ha parado de crecer desde el fin de las FARC; además de los herederos de los paramilitares, cuyo rostro armado son las AGC y que las autoridades denominan Clan del Golfo, el mayor cartel del narcotráfico en Colombia.
Menos extendido pero más impredecible es el Ejército Popular de Liberación (EPL), último reducto de una guerrilla de origen maoísta que se desmovilizó en 1991. Conocidos como «Los Pelusos», los últimos centenares de sus integrantes perviven en el convulso Catatumbo.
LA SEMILLA DE LA GUERRA
Esta es la Colombia que se recorre a lomos de mula, por barrizales que entierran las piernas, en la que los ríos son las únicas vías en la selva, donde los vecinos construyen caminos sin apoyo del Estado y muchas veces contra la voluntad de los grupos armados, pues la desconexión les favorece y aleja de la vista sus laboratorios de cocaína. Son pueblos como Santa Rosa, que recibe a los visitantes con un amenazante cartel de las AGC: “Aquí llegamos, aquí nos quedamos”.
Nadie se atreve a decirlo ante un forastero, pero un muchacho joven accede a situarse de espaldas a la cámara para explicar cómo es la vida en Nariño, donde se juega con armas desde niño entre cultivos ilícitos y criminales.
«Se crece con la mentalidad de ser un hombre, culturalmente le han enseñado que en su figura varonil tienes que ganarte la vida, tienes que tener plata. Los niños se van levantando con la idea de tener un arma, de saber qué se siente, de ser más hombre al tener un arma. Cuando tienes la oportunidad de tener un arma la tienes y te da estatus».
Los grupos armados los buscan, «se les acercan con regalitos, con cositas haciendo amistad». Así se ganan su confianza y les comienzan a ver «no como alguien malo sino como un amigo”. El joven que habla para EFE lo ha visto con sus propios ojos: «chicos con uniforme y fusil con 11 o 12 años», seis de ellos de su misma vereda, compañeros de escuela que siguieron el camino sin retorno de la guerra y no escucharon los consejos de profesores como Germán Mosquera.
A tres horas de caminata de allí, en el caserío Las Palmeras, una edificación ruinosa de apenas cuatro paredes, sin agua, ni letrinas, este maestro, un joven negro y espigado de 28 años, intenta iluminar la mente de sus pupilos.
«Cuando llegué, la escuela estaba en un estado catastrófico. Se siente esa emoción de ver cómo otros niños están en el abandono por el Gobierno, de que se olvidaron de ellos totalmente. Estamos en el superabandono», asegura en lo que debería ser su residencia de profesor, un espacio inhabitable que le obliga a buscar cobijo junto a jornaleros en la finca de un vecino.
Allí, Germán trata de inculcar su máxima: «siempre es más importante coger el lápiz que terminar con la macheta». Y en ocasiones lo consigue.
EL COMBUSTIBLE DEL CONFLICTO
Colombia registró en 2017 una cifra récord de 209.000 hectáreas sembradas de coca. Recorrer muchos de sus municipios es atravesar campos plagados de la planta maldita y toparse con laboratorios artesanales donde su hoja es picada y mezclada con cal antes de bañarla en barriles de combustible para ser transformada en pasta base. Luego, los narcos la transforman en cocaína tras un proceso químico.
La coca es la única posibilidad de supervivencia para muchos campesinos, que le venden su producción a los narcos. Pero donde hay coca, la guerra se perpetúa.
Así sucede en el Catatumbo, donde como en buena parte del territorio colombiano, la población civil se lleva la peor parte. Recorrer sus pueblos implica cruzarse con miles de militares y policías que patrullan con un dedo en el gatillo. La tensión está en cada cruce, en cada plaza, en cada camino. Su vida transcurre entre trincheras, las huellas de bala o metralla están en cada esquina.
En esta zona, la disciplina entre los militares es vital. El que se detiene un instante a mirar su teléfono o bromear con un compañero se convierte en objetivo para un francotirador. Bajo el sol tropical, su sudor es frío y hasta los propios vecinos son vistos como enemigos. Ser destinado al Catatumbo es vivir 24 horas con la tensión de ser atacado.
La región acoge uno de los dramas más silenciosos del conflicto colombiano, el de los desplazados. Jesús Salcedo, habitante de la vereda de Campo Grande, es uno de ellos. Sus tierras están en medio del fuego cruzado y denuncia que el Ejército se ha asentado en ellas. Se enfrentó a los militares que las ocuparon en enero pasado y entonces quemaron parte del terreno que cultivaba. Su denuncia nunca tuvo respuesta. EFE se encontró en la misma situación cuando preguntó a los militares por aquel suceso.
«Necesito mis tierras o que me compren la finca», explica Salcedo, quien espera al menos una compensación económica. Mientras, anda «por ahí caminando, trabajando» donde puede como jornalero. Vive en la humilde casa de su padre con un hermano y sus hijos. Es uno más entre los 7,7 millones de desplazados forzosos que hay en Colombia, uno de los lugares del mundo donde más personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares, según los dos últimos informes del El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
VIDAS MINADAS
Es probable que Jesús Emil, con quien se inicia este relato, no sepa que en 2010 su país fue considerado como el territorio con más minas antipersona, solo por detrás de Afganistán, ni que en 2018 el número de víctimas de esos artefactos creció un 300 %, según datos del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).
Tiene un espacio de casi 40 hectáreas sin cultivar por temor a los explosivos. No puede «ni ir a cortar un arbolito y hacer un ranchito para un pollo» porque puede perder una pierna o la vida. Cuando en mitad de una tormenta suena un estallido sabe que es una mina que explotó al caerle un rayo y que debe dejar de sembrar en la zona. Lo mismo sucede cuando los animales, las principales víctimas, saltan por los aires.
Son las consecuencias del olvido. El acuerdo con las FARC despertó la esperanza de una vida mejor, pero pronto se esfumó. En las regiones rurales de Colombia la guerra es rutina y la paz, una quimera.