BBC Mundo: El día que traté de no hablar de política en Venezuela - 800Noticias
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La foto la tomé hace un año: un hombre pidiendo en su tienda que no se hable de política. Es una postal de la Venezuela actual.

La tomé durante las protestas antigubernamentales conocidas como «La Salida», sobre las que muchos venezolanos siguen hablando. Acá la política está hasta en la sopa (a veces, literalmente).

Acá, en el país de la llamada revolución socialista de Hugo Chávez, he visto sitios para lavar el auto que se denominan chavistas.

O canchas de béisbol con la firma del fallecido mandatario estampada en el césped.

Pero también está la frutería donde, cada vez que voy –al menos una vez por semana–, hay un cliente o uno de los cajeros quejándose del gobierno.

Allí, en la frutería de los portugueses –los tenderos por excelencia–, tienen una colección de figuritas hechas en billetes para protestar contra las constantes devaluaciones que sufre el bolívar.

En Venezuela se sabe de política como en Brasil se sabe de fútbol: la gente, por muy apolítica que sea, sabe quién es y tiene una opinión informada del ministro de, por ejemplo, Salud.

Así se vive en un país hiperpolitizado. Pero ¿hay vida después de eso?

El objetivo

El experimento que hice fue sencillo: despegarme de las redes sociales, no leer prensa, no preguntar «¿y cómo está la vaina?». Ser, de cierta manera, un ciudadano común con el día libre.

Para cumplir con mi misión no podía ir a lugares tomados por la política oficialista, como la céntrica Plaza Bolívar, donde en una esquina –conocida como «la esquina caliente»– se concentran chavistas a tertuliar.

Lo mismo ocurre con la Plaza Francia en Altamira, en el este de la ciudad. Pero con opositores.

No podía ir a museos, porque la mayoría son reductos políticos con despliegue de propaganda oficial, ni a supermercados, porque el fenómeno de la escasez los ha convertido en la versión venezolana de la polis griega.

Incluso, decidí pasar por alto los innumerables afiches, murales, grafitis o consignas que se ven en la calles en contra, pero sobre todo a favor, del gobierno.

Entonces: ¿qué podía hacer? «La verdad es que me resulta casi increíble que se pueda estar un día sin hablar de política o sus derivados aquí en Caracas», me dijo un colega periodista que no es ni chavista ni opositor.

Es un ni-ni, aquella subcultura que se extinguió hace años en este país.

Del este

Salí de la casa a correr por el Parque del Este, un enclave tropical por el que vuelan y gritan guacamayas en medio de una colorida y diversa colección de árboles.

Cuando troto suelo escuchar las conversaciones de las personas que marchan por el mismo camino que yo voy.

Las pláticas casi siempre son de política: ese día, por ejemplo, una mujer le contaba a otra que llevaba dos meses sin encontrar un producto de maquillaje.

Puede que no estén comentando la alocución del presidente la noche anterior, pero hay muchas conversaciones sobre salud, deporte o música que terminan en una queja sobre el gobierno.

Porque defensas del gobierno no se suelen escuchar en el Parque del Este, que está en una zona de mayoría opositora.

Al oeste

Por eso mi siguiente parada fue el Parque del Oeste, también conocido como Parque de Recreación Alí Primera, en homenaje al cantautor de protesta venezolano que el chavismo idolatra.

Allí, también en una atmósfera tropical encantadora, me encontré con una camada de gatos –unos 20 o 30– que parece estar abandonada.

Mientras los gatos comían de lo que una mujer les había llevado, «con esfuerzo, porque ya no se consigue», dos personas dominaron la conversación entre los presentes al mencionar la Misión Nevado, un programa del gobierno para promover la adopción de animales.

Unos decían que la Misión era ineficiente, pero otros que no daba abasto: «Tienen galpones llenos de animales que han sido abandonados», dijo la aparente chavista.

Después pasé a la cancha de fútbol de concreto, donde una actividad de un liceo celebraba el aniversario de la escuela con un torneo de kickball (béisbol con el pie).

Allí no encontré referencias políticas, aunque sí ensordecedores gritos de aliento entre las jugadoras y cánticos como «están picadas, están picadas» y «echando candela, cuidado se quema».

Almorcé en una arepera, donde la gente hablaba del jugoso «pernil de cochino» que estaban cocinando en vitrina. Cero política.

Después pasé por el mercado Quinta Crepo, uno de los más grandes de la ciudad, donde compré un cuchillo para cortar pan.

La vendedora notó mi acento colombiano y dijo: «Allá como que no hay tantos problemas, ¿verdad?».

«No creas, lo hay bastantes también», le dije. Y respondió, tal vez enojada: «¿De verdad? ¿Allá tienes que hacer horas de cola para comprar jabón? No lo creo».

Fui también al zoológico, otro paraíso tropical –de entrada gratuita– dominado por ceibas que sirven de caparazón al caos citadino.

Hablé con un señor, que se quejó de que «ya no hay tantos animales como antes», a pesar de que hay tigres, elefantes y avestruces.

Y la culpa, dijo, es del gobierno.

De noche

Al finalizar el día fui a un concierto de Los Amigos Invisibles, la banda funk más importante de Venezuela, que hasta el año pasado –cuando apoyó las protestas opositoras– se había mantenido alejada de la política.

El concierto, que tuvo lugar en el famoso teatro Teresa Carreño en el centro de Caracas, trascurrió sin comentarios políticos de parte de la banda.

Pero siempre hay algo: en el momento en que el locutor anunció el concierto dijo «El gobierno bolivariano de Venezuela, a través del Ministerio del Poder Popular para…»

Hasta ahí pude escuchar el anuncio, porque los abucheos fueron más fuertes.

Los Amigos Invisibles tiene un público opositor, pensé. Si fuera un concierto de un cantautor que sigue los pasos de Alí Primera, por ejemplo, el locutor habría terminado su mensaje tranquilo.

Son postales de Venezuela. El país donde hay que ser políticamente incorrecto, como el señor de la tienda, cuando no se quiere hablar de política.

BBC Mundo

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