Al menos cien familias warao esperan respuestas de autoridades en Tucupita - 800Noticias
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En 2005, indígenas waraos salieron de Araguaimujo, en la selva de Delta Amacuro, y se establecieron en un terreno baldío a la orilla de la carretera nacional Troncal 15, en Tucupita. Bautizaron el lugar como “23 de febrero”, en referencia a la fecha en que llegaron. Un mes después, Jesús Ramón Campero se instaló allí con su familia. Ahí siguen, 18 años después.

Esta historia es parte del seriado “Una tierra olvidada”, un proyecto de La Vida de Nos, que fue cedido para su republicación.

Fue a finales de abril de 2005 cuando Jesús Ramón Campero, un indígena warao, de entonces 42 años, decidió salir de su comunidad natal Araguaimujo, en lo profundo del estado Delta Amacuro, para continuar su vida en Tucupita, la capital. No solo su vida, también la de los suyos, porque iba acompañado de sus 8 hijos —entonces de entre 2 y 14 años— y de su esposa, María Torres.

La decisión de dejar su selva no fue sencilla, pero terminaron marchándose porque ya no querían estar tan apartados, deseaban que sus hijos estudiaran y daban por sentado que en Tucupita tendrían mejores oportunidades. Para desplazarse, Jesús vendió las cosas de valor que tenía: un motor fuera de borda de 40 HP y unos cajones de sonidos.

Luego de viajar varias horas por río, tomó un camión de mudanza, y se fue al sector Paloma, un trecho boscoso al borde de la carretera nacional Troncal 15. Otros indígenas ya habían ocupado parte de este terreno un mes antes, y fueron ellos quienes lo conminaron a seguirlos. Cuando Jesús y su familia llegaron, había apenas tres casas construidas con palos y láminas de zinc. Quienes se le anticiparon habían nombrado esa comunidad como “23 de febrero”, en alusión a ese día del año 2005 en que la primera familia se estableció ahí.

Cuando bajó del camión todas sus pertenencias, la familia encontró un pequeño camino intrincado lleno de lodo y rodeado de maleza. No había luz ni agua, los zancudos rechinaban en sus oídos, tanto que se confundían con el cantar de las ranas, los sapos y los renacuajos de las aguas estancadas.

Allí construyeron su casa con los palos y las láminas de zinc que había llevado desde Araguaimujo y que habían sido parte de su anterior vivienda, que estaba hecha de bahareque. Ubicó un terreno que estaba más alto, en una pequeña loma, para evitar los embates de la temporada de lluvias, que se asomaba con fuerza: armó una habitación y un espacio para la cocina.

Durante el primer mes, la familia no tuvo electricidad, pero junto a los vecinos se organizaron: empataron varios cables desde el poste más cercano, y los estiraron hacia sus casas. Como tampoco tenían agua, cavaron y hallaron el tubo matriz en la carretera nacional y extendieron una conexión desde allí hacia el caserío.

Pero, aunque con agua y luz, comenzaron los problemas.

Vino la primera inundación. Que fue la primera de muchas.

Fue una tarde de mayo de 2005. Un ventarrón comenzó a levantar las láminas de zinc de la vivienda. Jesús intentaba poner troncos de madera encima para evitar que el viento siguiera dejándolos a la intemperie, pero fue en vano: en medio del chaparrón, tuvo que salir corriendo a tratar de ir por el techo que volaba por los aires. Después vino lo peor: la lluvia comenzó a inundar el terreno a su alrededor, mientras él veía que el nivel del agua se acercaba hacia su casa.

Hasta que terminó entrando. Los niños tuvieron que montarse sobre los chinchorros mientras su padre ponía la cocina sobre una troja y veían su casa convertida en una laguna. Fue una noche larga, angustiante.

Al amanecer, limpiaron y durmieron porque quedaron muy agotados.

El ambiente en 23 de febrero se asemejaba al de Araguaimujo: había árboles, se escuchaba el trinar de los pájaros. La mayor diferencia, decía Jesús, era que allá su casa no se inundaba. Determinado a cambiar esa realidad, no paraba de buscar empleo, solo que no encontraba. En Tucupita hay pocos trabajos formales. Se dedicó entonces a limpiar la maleza en casas cercanas a la carretera nacional. Le pagaban con comida, a veces con algo de dinero. Así, tres de sus hijos pudieron graduarse de bachilleres, pero los otros tuvieron que desertar porque ya no pudo seguir manteniéndolos, ya que cada vez se le hacía más difícil encontrar trabajo.

Jesús decidió entonces emprender por sí mismo: comenzó a vender chinchorros elaborados por su hermano, quién también se había mudado desde Araguaimujo hasta 23 de febrero. Se paraba a las 5:00 de la mañana. Se preparaba una taza de café, cuando había desayunaba y salía a la calle.

Así pasó varios años. En las temporadas de lluvia, rogaba al Ka Nobo, el dios de los waraos, que los aguaceros fueran menos torrenciales. Una paradoja envolvía a la comunidad: llovía mucho, las casas se inundaban una y otra vez, pero las tuberías estaban secas. Cada vez el servicio se prestaba con más intermitencia. Por eso, los chaparrones les permitían al menos almacenar agua para uso doméstico.

Una mañana de mayo de 2020, a las 5:00, Jesús se despertó con el sonido de pequeñas piedras cayendo sobre el techo de zinc. En realidad, eran enormes gotas de lluvia. Se fue al fondo de su casa y acomodó una lámina de zinc como un canal para agarrar agua. A las 6:30 de la mañana se asomó por una ventana y vio los recipientes de sus vecinos ya rebosados. Algunas personas estaban con el agua entre sus casas, intentaban poner sobre gaveras de refrescos sus neveras, cocinas y camas. Todos tenían sus pantalones a la rodilla, estaban descalzos, los hombres sin camisa y los bebés llorando en brazos de sus madres o hermanos.

Jesús supo que la comunidad estaba en peligro. Se dispuso a cargar varios objetos de sus vecinos y ponerlos bajo resguardo, porque las casas comenzaban a inundarse.

Al terminar, cansado y mojado, fue a bañarse en un improvisado espacio con paredes de zinc. Como pudo, se alistó y salió. Vio que algunos espacios de la comunidad todavía no estaban inundados, pero sí cubiertos de charcos. Primero tomó un recipiente de agua, dos bolsas de plástico con las que envolvió sus zapatos para que no se llenaran de lodo y se marchó por el camino fangoso. El recipiente de agua lo iba a utilizar para limpiar sus zapatos una vez que llegara a la carretera. Si no lo hacía, los choferes de los autobuses no le permitirían abordar. Algunos transportistas le decían en repetidas ocasiones:

—Estás lleno de charco, vas a ensuciar mi carro.

Caminó lentamente. A veces saltaba para, en lo posible, no pisar los charcos, aunque intentó no hacerlo más por temor a caerse. Había pedazos de bloques de concreto y otros escombros en el camino que la gente había puesto en un intento por improvisar una acera. Con algunas salpicadas de charco en su pantalón, logró montarse en un autobús.

Tanta precariedad fue parte de lo que motivó a Jesús Ramón a hacerse vocero indígena en el sector 23 de febrero: se ocupó de mediar entre los organismos del Estado y su comunidad. Jesús tenía clara la historia: desde que llegaron en 2005, cada nuevo alcalde les hacía promesas que no cumplía. Y sin embargo sintieron esperanzas cuando en 2021 Lizeta Hernández, gobernadora del estado, y para ese entonces candidata a la reelección, recorrió varias comunidades vulnerables y prometió mejorar las condiciones de 23 de febrero, porque notó que todos allí estaban en riesgo.

Pero han pasado chubascos, tempestades y otras inundaciones. Y no han recibido noticias de la gobernadora.

Ahora, la comunidad ha crecido: de las 4 familias que vivían allí en mayo de 2005, ahora hay 100. En su mayoría son indígenas waraos provenientes de Araguaimujo. Los hijos de Jesús, ahora adultos, han formado familias ahí mismo. Se mantienen vendiendo helados caseros. Dicen que no tienen otra opción que continuar en 23 de febrero y que ahí, a pesar de las inundaciones y otras dificultades, al menos siguen unidos.

Que siempre es mejor sentirse entre los suyos.

Con información de La Vida de Nos 

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