Adoremos al Santísimo, por María García de Fleury
María García de Fleury
Arrodillarnos, postrarnos ante Jesús sacramentado es un acto de adoración humilde y ferviente, en alabanza al Dios misericordioso, en acción de gracias al dador de todos los buenos dones y en oración aquel que vive siempre para interceder por nosotros.
Cuando nos postramos frente al Santísimo Sacramento estamos adorando al gran misterio de la Eucaristía que contiene la alianza nueva y definitiva de Dios con la humanidad en Cristo.
Jesús dijo en la lectura del Evangelio sobre la alegoría de la vid y los hermiento, permanezcan en mí como yo permanezco en ustedes. Qué bien se puede comprender este pasaje desde el misterio de la presencia viva y vivificante de Cristo en la Eucaristía.
Cristo es la vid plantada en la viña escogida que es el pueblo de Dios, la iglesia. Por ese misterio del pan eucarístico Jesús dice, quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Su vida fluye hacia nosotros como la savia vivificante de la vid fluye hacia sus ramas para hacerlos vivir y dar frutos. Sin una verdadera unión con Cristo en quien creemos y que nos nutre no puede haber vida sobrenatural en nosotros ni frutos.
Existen profundas motivaciones teológicas y espirituales que pertenecen a la devoción al santísimo sacramento fuera de la celebración de la misa. Es cierto que la reserva de sacramento se inició para llevar la comunión a los enfermos y ausentes de la celebración.
Sin embargo, como dice el catecismo de la iglesia católica, para profundizar la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, la iglesia es consciente del significado de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas.
Cristo resucitado dijo, y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos. Estas son las palabras de Cristo resucitado antes de su ascensión al cielo. Jesucristo es verdaderamente el Dios con nosotros desde su encarnación hasta el final de los tiempos y lo es de manera especialmente intensa y cercana en el misterio de su presencia permanente en la Eucaristía. ¡Qué fuerza, qué consuelo, qué esperanza inquebrantable suscita la contemplación del misterio eucarístico! Es Dios con nosotros quien permite que compartamos su vida y nos envía al mundo para evangelizarlo y santificarlo. La adoración continua que tiene lugar en muchas iglesias, y en algunas incluso de noche, es una forma enriquecedora de adoración.
La invitación es a que esta adoración en parroquias y comunidades cristianas se arraigue como una costumbre de una forma de adoración eucarística. En el tabernáculo de cada iglesia poseemos un faro resplandeciente a través del contacto con el cual nuestras vidas pueden ser iluminadas y transformadas. Las diversas formas de devoción eucarística son a la vez una extensión del sacrificio y de la comunión y una preparación a ellos.
Dios hace brotar muchas vocaciones de apóstoles, de misioneros, de la intimidad con Cristo en la Eucaristía para llevar este Evangelio de salvación hasta los confines de la tierra, pero Él necesita de nuestra disponibilidad para llevar el Evangelio a todas partes y demostrar que con Dios ¡siempre ganamos!
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