La depresión y muerte de la princesa Margarita
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Indomable, rebelde, audaz. Había encontrado su lugar en el mundo en una pequeña isla del Caribe. Fue su amigo Colin Tennant, lord Glenconner, adquirió tierras en la pequeña isla Mustique, de San Vicente y las Granadinas, y le regaló dos hectáreas para que construyera su refugio. En esas tierras salvajes donde ni siquiera había agua corriente, la princesa Margarita de Inglaterra fue feliz.
Pero también en Mustique fue el comienzo de su decadencia, en 1998, cuando sufrió su primer accidente cerebrovascular (ACV). Debido a sus años de tabaquismo, trece años antes Margarita se había sometido a una cirugía para quitarse parte de un pulmón, pero las huellas de los 60 cigarrillos diarios que fumó hasta 1991 tomaron la forma de problemas circulatorios.
A eso se sumó la traición de su hijo.
“En 1996, con su salud deteriorada, ella transfirió la propiedad a su hijo, el vizconde Linley, para tratar de evitar el impuesto a las sucesiones. “Con escasa sensibilidad, él decidió venderla poco después, y privar a su madre de su refugio caribeño”, contó Norman Baker, ex miembro de la Cámara de los Comunes (MP), ex ministro del gabinete, en su libro And what do you do? (¿Y usted a qué se dedica?). “Como concesión, negoció que a ella se le permitiría pasar tres semanas por año en su villa, cortesía del nuevo dueño, un estadounidense de riqueza fabulosa llamado James Murray, hijo de un ganadero”, añadió.
Cuando Linley vendió la casa, Margarita cayó en un pozo depresivo. “El día de 1999 cuando el agente inmobiliario le mostró la propiedad a los compradores potenciales, con Margarita in situ, fue uno de los más traumáticos en la vida de ella. Esto se sumó a sus dolencias físicas”, reveló Baker. “Había perdido su santuario, que tanto le importaba, y había perdido la salud también. Se sentía a la deriva y sola en el palacio de Kensington”.
Hacia el cambio de siglo, según recordó Lord Glenconner, la princesa vivía con “un sentimiento profundo de agitación y desesperanza”. Ya no quería volver a Mustique. Su casa no le pertenecía más, y el comprador, si bien la invitaba regularmente, había hecho tal destrozo al diseño de Oliver Messel y a la decoración que la nueva fealdad de su antiguo santuario la expulsaba. Ese sentimiento de depresión se prolongó hasta que, en 2001, Margarita fue hospitalizada porque prácticamente había dejado de comer. La incomprensión de la familia real británica, en particular de su hermana, la reina Isabel II, la hicieron sentirse desamparada y sola.
Y así comenzó su camino hacia el final.
Crecer a la sombra de la reina
Margarita Rosa Windsor nació el 21 de agosto de 1930, en el Castillo de Glamis, en Escocia. Fue la hija menor de Jorge VI e Isabel (su nombre era en realidad Elizabeth Bowes-Lyon). Como nieta de soberano por línea paterna, Margarita tenía el tratamiento de alteza real y princesa del Reino Unido desde su mismísimo nacimiento. Fue educada junto con su hermana mayor Isabel (hoy Isabel II) por la institutriz Marion Crawford. Margarita tenía muy buena voz y cantaba considerablemente bien, algo que en el futuro arruinaría su hábito de fumadora.
Su padre llegó a ser rey, luego de que su tío Eduardo VIII abdicara al trono, en diciembre de 1936, por amor a la norteamericana y dos veces divorciada Wallis Simpson, en un escándalo de ribetes románticos sin precedentes. Así fue que Margarita asistió a la coronación de sus padres en 1937 y se convirtió, durante algunos años, en la segunda en la línea de sucesión al trono británico hasta el nacimiento, en 1948, del hijo mayor de Isabel II (el príncipe Carlos de Inglaterra).
Durante la Segunda Guerra Mundial, Margarita permaneció en el Castillo de Windsor, a las afueras de Londres. Su padre murió muy joven, el 6 de febrero de 1952, convirtiéndose de esta manera en reina su hermana mayor. Quizá, estar en segundo plano, haya sido mejor para ella porque en su carácter indómito y alegre no estaba la imperiosa sumisión a las normas que debe tener una heredera al trono.
El gran amor prohibido
Cuando Margarita tenía unos 20 años se enamoró de un ayudante de su padre, el capitán Peter Townsend. Ser buenmozo, héroe de guerra y hombre de confianza del rey Jorge VI eran muy buenos atributos. Salvo por dos motivos: él le llevaba 16 años y estaba casado. Aunque luego se divorció, para los cánones de la época eso resultaba intolerable, sobre todo para la Corona. Pero ellos lograron llevar con éxito durante unos años un romance clandestino.
Sin embargo, un día, durante en un acto oficial, el ojo la prensa descubrió un gesto cariñoso de Townsend hacia ella. Los rumores comenzaron a circular y la monarquía sintió el sacudón. Lo políticamente correcto se impuso. Y aunque hasta la reina Isabel (que en Gran Bretaña es también jefa de los anglicanos) intercedió por ellos, la Iglesia se opuso tajantemente a esa relación.
Las normas que habían hecho abdicar a Eduardo VIII seguían en pie y la pareja de Margarita y su capitán tuvo su fin anunciado. Ella lo dijo así: “Antepongo mis obligaciones a mi vida personal”. Luego de esa ruptura trascendió solo un romance de la princesa: John Napier Turner, un hombre que luego sería primer ministro canadiense.
La vida siguió. Ella disimulaba su dolor por Townsend, con una vida entretenida y mundana. Pero un tiempo después, cuando Townsend se comprometió con una joven belga de 19 años, Margarita enloqueció. Se sintió humillada y herida. Tanto que rápidamente decidió casarse.
Era el año 1960 y el elegido fue nada menos que un plebeyo (educado en el exclusivo colegio Eton, claro): un fotógrafo llamado Antony Armstrong-Jones, quien inmediatamente luego del casamiento adquirió el título de conde Snowdon.
Se habían conocido en una comida en 1958. Pero recién habrían empezado a coquetear cuando Antony fue elegido para fotografiarla. Se veían en secreto en su estudio fotográfico y coincidían en las frecuentes fiestas londinenses. Ni la prensa ni la familia sospecharon absolutamente nada hasta que el compromiso de Townsend con aquella joven se hizo público y Margarita ahogó sus penas arrojándose de inmediato a los brazos del fotógrafo.
Nadie se animó a oponerse esta vez. Debieron tragarse que el candidato fuera plebeyo. Después de la primera e infeliz historia de amor de Margarita, su hermana la reina -que se sentía un poco culpable- quería que fuera feliz. El fotógrafo, por otro lado, era educado y querido por ellos, aunque no cumpliera con el requisito de tener blasones y escudos. Creían, además, que Margarita estaba sentando cabeza. Sería todo lo contrario.
La ceremonia suponía un condimento extraordinario: por primera vez, en cuatro siglos, había en la realeza una boda con un plebeyo. Sería el primer casamiento moderno de todos los que, inevitablemente, llegarían en el futuro.
El 6 de mayo de 1960, en la Abadía de Westminster, dieron el sí. La flamante pareja se convirtió en el primer matrimonio real cuya boda se transmitió por televisión. Tuvieron nada menos que 300 millones de espectadores en todo el mundo.
Luego de una fabulosa luna de miel de seis semanas, a bordo del yate real Britannia, se instalaron en el Palacio de Kensington. Los primeros años se mostraron unidos y felices. Antony y Margarita eran los reyes de la noche y las juergas se extendían hasta la madrugada. Compartían su alocada vida, pero la felicidad les sería esquiva.
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